Durante mis dos semanas de vacaciones, la noticia más relevante que ha sucedido fue el atentado contra Salman Rushdie. Mientras yo estaba en la playa, en el que probablemente sea el único día del año que la pise, el escritor estaba en un encuentro literario que se celebraba en un pequeño pueblo en las afueras de Nueva york, cuyo nombre no recuerdo pero que remite al pasado indiano de toda aquella zona. En un momento, uno de los asistentes al evento sube al estrato en el que se encuentra Rushdie junto con otras personas, y lo apuñala, hiriéndole de gravedad. El asaltante es inmovilizado y Rushdie evacuado a un hospital, donde aún sigue.
Como comentó más de uno en las redes sociales en los días posteriores al ataque, es deprimente comprobar la ligereza con la que en occidente afrontamos los debates, que duran horas de tuits cruzados y se olvidan casi al instante, frente a la persistente memoria que demuestran los fanáticos islamistas, que muchas décadas después siguen manteniendo el odio irracional hacia el escritor anglosajón. El atacante de Rushdie, cuyo nombre, Heidi Matar, parecía ya predestinarle a cosas no muy bonitas, tiene poco más de veinte años, y cuando nació el sátrapa de Jomeini, que dictó la condena a muerte contra el escritor, llevaba ya bastante tiempo muerto, y sospecho que muy lejos de cualquier versión imaginada de paraíso. Eso no ha impedido que el odio sembrado desde el rigorismo chií iraní se haya mantenido vivo años y años, y pasado por generaciones que, ni antes ni ahora, han leído al escritor condenado. Cuando un fundamentalista decreta algo parece que escribe sus maldiciones sobre piedra, destinadas a permanecer perpetuamente en el horizonte, mientras que lo que escribimos los occidentales referido a nuestras convicciones y pensamientos se queda en el papel, que el viento se lo lleva, o en los ordenadores, que cuando se va la luz de nada sirven, tampoco cuando es tan cara como estos días. Descubre uno nuevamente que las semillas del odio logran arraigar con fuerza en los corazones de la gente y resultan muy difíciles de ser exterminadas. Tras el atentado a Rushdie se ha visto como la prensa rigorista iraní se congratulaba de lo sucedido, con un entusiasmo digno del mayor de los forofismos deportivos, y el gobierno de esa república islámica, siguiendo la tradición que ya uso en el pasado y que tan bien conocemos en nuestros lares gracias a su empleo por parte de Bildu y todo el entorno etarra, echó toda la culpa de lo sucedido al propio Rushdie, a la víctima. Por ser, por existir, por no doblegarse, por seguir ahí molestando, por no haberse muerto por sí mismo. La víctima es la culpable a los ojos del fanático, sea un escritor o un constitucionalista. Para el que odia el objeto del odio es culpable y debe ser exterminado, y todo lo que no sea eso es un desastre que debe ser corregido por el tiempo y los hechos. Nada hay de culpa en sus actos y ataques, sólo defensa ante la ignominia de que el objeto que focaliza su odio siga ahí. Rushdie lleva na vida de mierda desde que fue condenado por el nazi Jomeini, y en los últimos años, con su residencia definitivamente asentad en Nueva York, ha ido relajando sus costumbres y dejando de vivir de una manera completamente oculta, encerrada y protegida. Roberto Saviano, otro escritor amenazado por intolerantes, en este caso mafiosos italianos, ha descrito muy bien como la víctima que se oculta para protegerse acaba desarrollando un complejo de culpa que le desborda, y le sirve para justificar la vida de renuncia que lleva. Y en ese círculo de opresión y justificación el perseguido se puede derrumbar, llegando a veces a clamar para que la sentencia de muerte contra él dictada se cumpla y le libere del todo. Rushdie habrá vivido momentos similares, sin duda, pero parece haberlos superado. Su buen humor, que es algo que le caracteriza según los que le conocen, le habrá ayudado sobremanera. Y quizás, también, el agotamiento, el olvido occidental de lo trascendente.
Un aspecto interesante de este atentado ha sido no ya las condenas escuchadas por todo el mundo contra él, sino varios y clamorosos silencios que no han movido un dedo para pulsar teclas de repulsa. Gente que en redes sociales y grupos políticos denuncia la corrupción de todo y el peligro en el que se encuentra la democracia, tal y como ellos la entienden, desde que se levanta el Sol hasta que se pone, en un ejercicio de infatigable dogmatismo, no han dicho nada de nada. Obsesos que ven fascistas por todos lados pero que no los denuncian cuando los tienen realmente delante, armados y peligrosos. Nada nuevo en esos personajes, que siguen engañando a muchos, afortunadamente cada vez a menos. Por sus hechos les conoceréis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario