Supongo que Marlaska, el ministro de Interior, ha empezado a ver realmente su cargo en peligro cuando ha comprobado que son los suyos los que disparan contra él. No le preocupa mucho lo que pasase en la valla de Melilla, o los informes periodísticos de la BBC, que tan valiosos son cuando defienden las tesis del gobierno o de sus aliados. Menos aún, al parecer, las vidas perdidas hace ya casi medio año en una escena de atrocidad extrema. No, a Marlaska le han empezado a entrar temblores cuando el diario progubernamental le empieza a situar en la picota, a hacerle ver que es carne de fusible para salvar a quien realmente le importa al diario, al jefe. Si Marlaska debe caer para salvar a Sánchez, que caiga, lo demás da igual.
Caso curioso el de Marlaska, que da para un tratado sobre la tragedia y el error, sobre cómo de lo más alto puedes caer a lo más bajo al llevar al extremo la lealtad, algo que le honra, depositada en un personaje. Sánchez, que no la merece. El mérito de Marlaska en sus años de carrera judicial era, y es, incontestable, le debemos mucho los que hemos sufrido el zarpazo del terrorismo, directa o indirectamente todos los españoles. Por eso su nombramiento como ministro fue recibido con alabanzas por parte de muchos y con temor por pocos, entre ellos yo, no por lo que fuera a ser de su desempeño, sino por el inevitable destrozo que la política acarrea en la imagen de quienes la ejercen, dado que se exponen constantemente ante la opinión pública en asuntos que, muchas veces, carecen de una solución obvia. A medida que el gobierno Sánchez pasa de las promesas regenerativas al culto desatado a la personalidad del líder, y de la transversalidad política a la cesión permanente a los sediciosos y demás aliados de mal ver, la figura de Marlaska se desdibuja de una manera acelerada. El episodio del cese del coronel de la guardia civil Pérez de los Cobos, olvidado ya por casi todo el mundo, permite comprobar cómo esa prueba de fe en la autoridad eterna de Sánchez es superada por el antaño juez con una docilidad extrema. Acepta el ministro enfangarse hasta las trancas en una decisión injusta a sabiendas, con el conocimiento de que, al no estar juzgando, no es prevaricación, pero con el mismo pozo moral por debajo del acto que si estuviese decidiendo en una sala de vistas. De ahí en adelante la imagen de Marlaska no hace sino deteriorarse. Su escasa cintura política, su nula capacidad para gestionar de manera florentina temas vidriosos, el cargo que ocupa, y el odio que los aliados del gobierno le tienen por lo que les hizo (bien hecho) en años pasados lo convierten en presa fácil de escándalos y polémicas que son regalos para la oposición. Marlaska debió dimitir hace tiempo, para alejarse de este fangal, para que su nombre no fuera succionado del todo por el agujero negro de la bronca, pero no lo hizo. Quizás, como antes comentaba, pesó la lealtad, o el miedo a perder las prebendas de las que ahora disfruta, o la sensación de que dimitir es fracasar, cuando eso no es ni mucho menos así. Sea por lo que sea, no lo hizo, y entonces llegó la tragedia de Melilla, poco después del sorprendente (y aún no explicado) giro del gobierno en sus posiciones sobre el Sáhara y Marruecos, y la cosa se desmadró. Lo que hemos podido ver de lo sucedido allí es desolador, y me preocupa bien poco si un muerto se produjo en el lado español o no. La Guardia Civil fue completamente superada por un asalto ante el que carecía de información y medios, y la gendarmería marroquí acabó con todos los que pudo para contener la invasión. Cadáveres a decenas, cuyo número exacto aún no conocemos, y menos aún nombres, procedencias o vidas. Una salvajada. Y una orden desde Moncloa, defender a Marruecos por encima de todo. Y un hombre, Marlaska, para ello, hasta la extenuación.
Defender lo indefendible acaba llevando a la melancolía y, en muchas ocasiones, al fracaso. Como Marlaska no dimitió en su momento ahora se arrastra, como boxeador noqueado, en una lona en la que recibe golpes directos de la oposición, zancadillas de sus aliados y golpes bajos de los suyos, que ya lo ven completamente amortizado. Ya me da un poco igual si dimite, sigue, el doctor le cesa o no. Es un zombi, un ministro chamuscado, una brasa carente de capacidad, convicción y valor. Otro que no supo ver dónde se metía ni el riesgo que ahí le esperaba. Otro muñeco roto por la política, sacrificado en este caso en el altar del sanchismo, a mayor gloria de un líder que nunca lo ha sido ni la ha merecido.
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