Ayer estuve en Barajas esperando a un amigo mío que venía de disfrutar de unos días de vacaciones en París. Como era de esperar, le tocó un tiempo delicioso, tal y como decían los pronósticos, y un lógico retraso a la llegada de hora y media sobre el horario previsto, casi tan lógico y habitual que ya a nadie le extraña. Por ello tuve al ocasión de disfrutar de la espera algo más de lo previsto, y pude observar nuevamente que los aeropuertos son uno de los lugares más extraños, fascinantes y curiosos de nuestras ciudades, y nos enseñan mucho sobre nuestra forma de vida.
Empezando por el paradójico hecho, o eso al menos a mi me lo parece, de que a nadie de los que se encuentran en un aeropuerto le gustaría estar allí. Sí, plantéeselo la próxima vez, cuando vea terminales repletas, que todas esas personas lo único que quieren es abandonar ese lugar (quién lo diría) pero normalmente, gracias a las compañías aéreas, el gestor de los aeropuertos, el tiempo, Bin Laden o todo a la vez los planes de abandono sufren un retraso temporal muy acusado. Y entonces toca esperar. ¿Y qué hace uno mientras espera? Pues de todo. Hay gente que se pone nerviosa y empieza a dar apeos bruscos, con aire marcial, de un lado a otro, justo al lado del relajado, que opta por la siesta sin plazo final. Los hay que leen, hacen sudokus o se van a la cercana y habitualmente fría cafetería de turno y se toman algo, viendo pasar el paisaje desde sus mesas, mirando a la gente y a las chicas (es curioso cuantas y que guapas suelen ser las chicas que se mueven en los aeropuertos). En general dominan las caras de abulia, abatimiento y cierta sensación de engaño. Ayer, mientras esperaba, había grupos de personas que llevaban más de dos horas y media de retraso en un vuelo que provenía de Atenas, no se si cargado de políticos derrotados de las elecciones o de cenizas, y en esos casos empezaba a dominar más el cabreo que el puro hartazgo. Esperar en un aeropuerto se ha convertido en una profesión, un hábito que muchos practican más de l debido, y que destruye bastante la moral, porque una vez que estás allí, en uno de esos catedralicios edificios, las joyas de la arquitectura mundial, que incluso superan en tamaño y ambición a los centros comerciales, uno siente la sensación de que ha abandonado el mundo que conoce, y que se pone en manos de una serie de oscuros personajes, profesionales, técnicos y cuerpos que domina aquella miniciudad (a veces nada “mini”) e imponen su ley. Uno se resigna a los controles, chequeos, retrasos, esperas e incomodidades varias, y las asume de una manera extrañamente resignada, de tal forma que de producirse algo similar en la calle, en el mundo exterior, le provocarían un enojo y enfado monumental.
Y por cierto, un detalle práctico en medio de toda esta disertación. Para aquellos que vengan o se vayan de Madrid, ahora se debe pagar un suplemento de un euro tanto al entrar como al salir del metro en las terminales 1, 2, 3 y 4. Es obligatorio si se usa un billete sencillo o de diez viajes. Hay que coger un ticket de suplemento en las máquinas sitas antes de las canceladoras y, pese a que hay personal informando y explicando el procedimiento, es algo confuso llevarlo a cabo cuando desembarca una tropa de turistas con maletas que bloquean las máquinas expendedoras. A pesar del incremento, sigue siendo uno de los aeropuertos más baratos del mundo para acceder a él, pero ojo.
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