La
noticia de la muerte de Nelson Mandela ha conmocionado al mundo. Era algo
que tenía que suceder tarde o temprano, y los últimos achaques de salud, que
con 95 años de edad siempre son graves, hicieron pensar que ya en verano se
daría el fatal desenlace. A tres semanas del final del año Mandela se ha ido y
las muestras de condolencia son globales. En los funerales de estado de esta
semana se reunirán en Johannesburgo una concentración de líderes mundiales como
en pocas ocasiones se ha visto. Acudirán con dolor sentido, fingido o
disimulado, pero estarán allí.
Tranquilos, no voy a escribir
sobre la vida y enseñanzas de Mandela, ni reflexiones a su muerte, porque mucho
se ha escrito ya en estos días, y muy bien, y no podría añadir mucho más. Pero
si me gustaría sacar aquí una derivada, provocadora sin duda, que nos coge más
de cerca y que muestra un poco nuestras miserias vitales frente a las
alabanzas, justas, que dedicamos a los que, en el extranjero, logran éxitos
como el de Mandela. La muerte del mito ha eclipsado por completo el 35
aniversario de la constitución española, que se celebra el 6 de diciembre, el
día posterior al óbito. En esta época de ruido y furia, mediática y callejera,
todo son críticas a la Constitución y al proceso de la transición que la hizo
posible. El que no se rasga las vestiduras por los acuerdos que se produjeron
en aquel momento es un blando, y parece haber una extraña carrera por ver quién
es el que se siente más agraviado por el acuerdo que se logró alcanzar en aquel
momento. Y en paralelo, todas esas voces que critican el pasado se deshacen en
elogios hacia Mandela porque logró la reconciliación en su país. Paradójico,
verdad? A mi, sinceramente, estos comportamientos me parecen infantiles y
suicidas. No voy a afirmar que vivimos en el mejor de los mundos y sistemas políticos,
porque eso sería falsa, ni que nuestro régimen no necesita reformas, que por supuesto
que le hacen falta, pero ello no resta ni un ápice de mérito a lo que se logró
en los años setenta, en los que las alternativas eran oscuras y peligrosas, y
el comportamiento de varios dirigentes políticos fue el que propicio el
acuerdo, el mejor de los escenarios posibles, casi el soñado como imposible,
que nos permitió alcanzar, por primera vez en la historia, un régimen democrático
homologable al de países de nuestro entorno. Y entre todos ellos hubo un
personaje que durante años fue vilipendiado, acusado por unos y otros, que tuvo
que dejar la política asaetado por la oposición furibunda y las traiciones de
sus socios, y que ahora vive rodeado de brumas que le mantienen aislado del
mundo, recluido en la prisión de su enfermedad. Me refiero, obviamente, a
Adolfo Suárez. Suarez venía del régimen dictatorial, pero fue capaz de
convencer a los estandartes de aquella trasnochada dictadura de que debían
dejar paso a la democracia, y a los más exaltados de la oposición que debían
perdonar y olvidar. Suarez fue la pieza en la que se asentó un proceso que duró
años, en el que se sucedieron los atentados terroristas de ETA y de grupos
anarquistas y militaristas, en los que el ruido de sables era más o menos
constantes y los rumores no dejaban de anunciar desgracias inminentes. Visto en
perspectiva resulta casi milagroso que todo aquello saliera tan bien. Con el
paso del tiempo muchos de los protagonistas de aquellos años han muerto o, como
en el caso de Suarez, viven pero están enfermos y no pueden dar testimonio. Los
que si pueden hacerlo recuerdan con nerviosismo, intranquilidad y angustia
momentos que parecían destinados al desastre, pero luego esbozan una sonrisa al
comprobar que todo aquello acabó en unas elecciones libres, una constitución defensora
de derechos y libertades y un régimen democrático y de opinión pública como jamás
ha habido en España. Milagroso quizás, pero cierto.
A escala, Suarez logró lo mismo que Mandela.
Reconciliar a enemigos aparentemente irreconciliables, convencerlos de que la
violencia no conducía a nada, de que la unión y el acuerdo eran los únicos
caminos posibles, y que las venganzas no conducen a nada más que nuevas
venganzas. Es lo que estos días todos alaban, con justa razón, a Mandela, que
lo logró en un escenario aún más convulso y cruel que el nuestro. Por eso,
cuando en estos días recordamos la figura del líder negro, de su obra yd e su
testimonio, dediquemos unos minutos, uno al menos, a recordar la figura de Suarez,
“nuestro Mandela”, el que supo unirnos más allá de la división y nos dio un
futuro que nos corresponde a nosotros cuidar y mantener.
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