Germán
y José aparecen en el vídeo con un envidiable aspecto para haber superado ambos
los cien años. En un paraje campestre, sereno, con una suave y anodina
música de fondo, ambos cuentan cómo les va la vida ahora, como si fueran unos
jubilados más de este país, que es lo que realmente son. En su pasado está la
causa de que aparezcan, en la horrible experiencia de la guerra civil, que pasó
por ellos alistándolos en bandos opuestos y llevándoles a las trincheras en la
batalla del Ebro, la última gran escaramuza militar de la guerra. En ese
combate uno y otro se miraban desde trincheras opuestas, y pudieron haberse
matado mutuamente. Sin conocerse.
En
cualquier día de esa batalla Germán y José vivieron escenas y momentos de una crueldad
y dureza que ninguno de nosotros, párvulos residentes en el jardín de infancia
de nuestras actuales vidas, somos capaces de imaginar. Ambos conocieron la
muerte de cerca, no la accidental, sino la provocada. El asesinato, la
carnicería que ocasiona una bomba cuando cae, el vecino de trinchera que es
abatido por un disparo certero que sale desde la posición contraria, el polvo
que lo llena todo cuando los proyectiles estallan a tu alrededor, el caos y el
ruido que hacen que se corra sin dirección, sólo buscando salvar la vida pero
sin tener idea alguna de lo que hacer para lograrlo…. Escenas horripilantes que
hemos visto muchas veces en el cine, pero que para ellos fueron completamente
reales, sin butacas ni sistemas modernos de proyección o sonido. A veces
contemplar imágenes de esas nos revuelve las tripas, incluso cuando sabemos que
forman parte de una ficción. ¿Cuántos soportaríamos unos instantes en medio de
una batalla cruel y real como aquella? ¿Cómo lo son todas? Muy probablemente
Germán y José acudieron a ese enfrentamiento por salvar sus vidas, se enrolaron
en los ejércitos que llevaban como divisa porque anteriormente otras tropas
tomaron sus pueblos, y su única opción de supervivencia era la de apuntar al
bando ganador, o al menos al que había ganado en su territorio, que para el
caso es lo mismo. ¿Sentimiento? ¿Convencimiento? ¿Ardor por la causa? No, no.
Miedo, angustia, terror e instinto de supervivencia ante todo para poder salir
adelante. En una guerra normal, y más en la civil, no son muchos los que forman
parte de los que, convencidos, se enfrentan, y son inmensa mayoría los
reclutados que acuden al frente a sabiendas de que cada día puede ser el último
de sus vidas, y la lucha que domina esas horas, ganadas al destino con ardor,
suele ser más una batalla por la supervivencia que por conseguir una victoria
para uno de los bandos. Imaginamos la guerra como algo con nobleza, arrojo y
valor, y la simulamos demasiadas veces desde una de nuestras plataformas de
videojuego, pensando que eso de las vidas que tenemos como contador también
pasa en la realidad. Pero no. Aunque hay episodios de heroísmo, la guerra sobre
todo es crueldad, horror y desesperanza. La valentía se mide por la
supervivencia y lo que sucede allí, y lo que contemplan los que vuelven les
hace sentir en muchos casos destrozados para siempre. Los vemos como
afortunados supervivientes, ocasionalmente ganadores, pero muchos hubieran
preferido no volver, quedarse en aquel cerro o páramo con los que durante unas
horas fueron sus compañeros. Morir para no tener que vivir el resto de sus
vidas con el recuerdo de lo que hicieron, vieron o sufrieron. Por eso tantos
callan, por eso niegan a generaciones posteriores el relato de los hechos,
porque esos hechos son de una crueldad y horror tal que no son capaces de
revivirlos y, en muchos casos, emplearán el resto de sus días para tratar de
sepultarlos y que no sean capaces de arrastrarles, como espectros, a un mundo
de sombras y dolor.
Libros
como “A sangre y fuego” de Chaves Nogales, “Sin novedad en el frente” de
Remarke, “Morir en primavera” de Rothmann o cualquiera de los de testimonios
que ha publicado Svetlana Alexievich reiteran este comportamiento interior,
escondido, que trata de sobreponerse al horror imaginable. Quienes, desde el
rencor y la ignorancia, han criticado el vídeo de Germán y José sólo exhiben su
desconocimiento de la realidad, su visión sesgada y, afortunadamente para
ellos, la nula experiencia del dolor. Esos dos viejecitos nos dan miles,
millones de vueltas, a cada uno de nosotros respecto a lo que es la vida y
vivirla. Sufrieron en carne propia el mayor fracaso de nuestro país en el siglo
XX, y hoy en día, con más de cien años, viven, se hablan y abrazan. Ojalá
seamos capaces de aprender algo de sus vidas, y que nunca nos toque pasar nada
parecido.
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