Uno
lee cosas sobre lo que sucede en el exterior y se crea imágenes que pueden
resultar ciertas o no, ya que al llegar a los sitios de los que ha leído es
cuando comprueba hasta qué punto le leído se ajusta a la realidad. También la
impresión del observador puede ser distorsionada, porque siempre se aprecia una
pequeña parte de la realidad, pero la imagen general que se obtiene debe
cuadrar con lo que se supone que se sabe para que no haya una sensación de
distorsión, de chirrido, de grietas que no debieran estar y que se hacen más
grandes a medida que el contraste avanza. Esas grietas han crecido cada día que
he pasado en Londres.
En
teoría el Brexit nos va a hacer daño a todos, a nosotros menos y a los
británicos más. Y llega uno a Londres y encuentra una ciudad desatada,
descontrolada, poblada de grúas por todas partes que no dejan de levantar
nuevas torres de oficinas o de carísimos apartamentos. No hay zona de la ciudad
que no posea un nuevo desarrollo inmobiliario en progreso que, sumado a los que
ya se han concluido, han trasformado por completo el perfil de una ciudad que
ya es inabarcable a lo plano y que empieza a serlo a lo alto. Complejos como la
City o el Cannary Wharf, que hasta hace poco exhibían rascacielos en número
manejable se han convertido en auténticos cogollos, minimanhattans en los que
una nueva torre suplanta a la anterior como la más alta y donde la última joya
apenas ya es visible oculta por todas las demás. El capital que alimenta todos
estos proyectos es enorme, tanto como el número y dimensión de los mismos, y
tiene pinta de que la ciudad se ha convertido en el destino de muchos ahorros
de millonarios asiáticos y árabes, que son los principales promotores de estos
complejos. Apartamentos que empiezan sus ventas en precios en millón de libras,
y que suben hasta varios millones a medida que los metros, tampoco exagerados,
y la altura del piso, envidiable, crecen y crecen. ¿Quién puede comprar todo
eso ¿ No parece que sean accesibles al trabajador de a pie, al que forma parte
de la mítica y mayoritaria clase media británica. Barrios como Chelsea o
Mayfair, hasta hace poco lugares de exclusividad para los ricos de la ciudad,
se han extendido, no en dimensión ni en edificaciones, pero sí en concepto,
para albergar a clases pudientes de medio mundo que han encontrado en Londres
su lugar de residencia, trabajo y, desde luego, ocio. Y al calor de todas esas
inversiones, desarrollos y capitales entrantes, la actividad comercial y de
negocio de la ciudad no deja de crecer. Las riadas de gente que cada día entran
y salen de la urbe son tan enormes como asombrosas, y muestran el dinamismo de
una economía local que sigue a su rollo, ajena a ese temor del brexit que
sobrevuela conversaciones y noticias sin cesar, y que se ve capaz de superar lo
que le echen, como ya lo hizo en décadas pasadas. El “commuter” ese residente
que vive en las afueras de la ciudad y que va y vuelve todos los días de su
casa al trabajo, es un invento británico, según creo, y el concepto está en
plena forma. Ayudado por el despiadado mercado inmobiliario de la ciudad, que
hace inaccesibles la compra y el alquiler, los extraradios de Londres crecen
sin cesar a lo largo del Támesis y sus orillas, creando una ciudad gigantesca
que, a kilómetros de alcanzar su corazón, se convierte ya en una trama
desordenada de calles, casas, tiendas, comercios y, ocasionalmente, torres de
pisos. Y al fondo, la perspectiva de los cogollos centrales de la ciudad, que
cada vez son visibles desde zonas más distantes dada sus dimensiones. La
sensación que da la ciudad es de actividad intensa, de trabajo sin fin y de
crecimiento económico.
¿Es
cierta esa imagen? ¿Es una parte de la historia peo oculta otra? Probablemente,
por lo que he oído, lo que sucede fuera de Londres es distinto, y la actividad
del resto del país está mucho más alicaída. Y en la propia ciudad las
desigualdades han crecido a la par que lo han hecho esas moles que reflejan
inversiones calientes y, a veces, muy ajenas a la idiosincrasia local. Pero es
evidente que, paseando por sus calles, se observa un bullicio y agitación en la
que, sí, hay turistas, pero también locales, en una trama urbana llena de oportunidades.
Dura y competitiva como pocas, Londres ofrece ahora mismo una imagen de pujanza
que llama la atención al visitante, y la sitúa entre las ciudades más dinámicas
e importantes del mundo. Como pensaba una tarde en un descanso de mis paseos,
París está hecha para gastar dinero, pero Londres es donde ese dinero se crea. Y
se nota.
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