Son
la 07:54 de la mañana en Madrid en el momento en el que escribo esto y, tras la
tosmenta de la pasada noche, algunas nubes se mueven por un cielo que en Madrid
es aún más oscuridad que amanecer. Perdemos más de un minuto de luz tanto en la
salida como en la puesta del sol, y si hace unas semanas llegaba a esta hora a
la oficina a pleno sol ahora la cosa es bien distinta, y dentro de unas pocas
lo haré en la más absoluta oscuridad del otoño ya entrado. Alcanzaremos el
mínimo de horas de luz natural en el solsticio de invierno, aunque ya saben que
el amanecer más tardío y el anochecer más temprano no tienen por qué coincidir
exactamente con esa jornada.
La
Comisión Europea ha tirado de televoto para declarar algo que ya era bastante
sabido, que es la irrelevancia económica del proceso de cambio horario que se
realiza en la UE, y no sólo, desde hace décadas. Recordemos que esta medida
se implantó para ahorrar dinero, porque con la crisis del petróleo de los años
setenta el coste de la energía se disparó. Los sistemas de iluminación de
entonces y, sobre todo, la existencia de horarios de trabajo mucho más rígidos,
hacía que tuviera sentido, y efecto, una medida como esta. Con el paso de los
años la tecnología ha avanzado mucho, se ha reducido nuestra dependencia del
crudo y la complejidad del sector servicios, el dominante en nuestras
economías, hace que la hora de entrada y (me temo que sobre todo) salida del
trabajo sea algo flexible. Año a año el pretendido ahorro es menor, y
crecientes han sido las voces que abogaban por dejar de hacer esa rutina del
cambio de manecillas o dígitos. La Comisión se apunta a esta idea y propone, en
efecto, eliminarla, dejando a cada país que sea el que decida con qué horario
se queda, si con el de verano o el de invierno. Los países más septentrionales
tienen querencia por el de verano, porque así al menos durante una parte del
año tienen tardes largas que compensar sus cortísimos días de invierno, sea
cual sea el horario con el que se midan. A medida que nos desplazamos al sur la
distorsión entre el día de verano e invierno es menor, por lo que debiera ser
el criterio natural el que predominase, entendiendo como natural el de escoger
la hora más cercana al meridiano que nos toca. En España es sabido que, por
decisión franquista, se adelantó la hora que teníamos desde que se
establecieron los husos horarios para acompasarla con el llamado horario
central europeo, que rige en París o Berlín. Hasta entonces teníamos el de
Londres, que es una hora menor que el central europeo, que está marcado por el
meridiano de Greenwich, que pasa por el este de nuestro país. Esa decisión de
cambio de hora era política, y luego, tras el final de la II Guerra Mundial, se
decidió no tocar lo establecido aunque eso supusiera que íbamos con la hora de
un Berlín que, o era territorio aliado o comunista, ambos enemigos acérrimos
del franquismo. Así hasta ahora. Por ello, en el llamado horario de inviernos
vamos con una hora de desfase sobre el horario natural que nos corresponde, y
cuando cambiamos al de verano, la distorsión se duplica, siendo de dos horas. Amanece
tarde y anochece tardísimo, hasta llegar a casos como Galicia, donde pasadas las
22:30 de la noche puede ser pleno día en verano, algo absurdo. Por ello, en el
debate abierto sobre si tenemos que quedarnos con el horario de verano o de
invierno, resultado que en la práctica deberá determinarse dentro de uno o dos
años, lo lógico sería decantarse por el de invierno, porque la distorsión es
menor, pero lo mejor sería retrasar dos horas el reloj respecto a lo que marca
ahora mismo, a 3 de septiembre, y que nuestra hora fuera la de Reino Unido,
Portugal o Canarias, que es la que nos toca por posición, siendo una menos que
la que señalaría en París, Bruselas, Roma o Berlín. Como ven, es una decisión
que también tiene su lectura política en clave europea
Una
vez abierto el debate, hay argumentos para todos los gustos, y opiniones a
favor y en contra de uno u otro horario. Dado el peso del turismo y la hostelería
en nuestro país existe mucha presión para mantener el horario de verano, que
distorsiona las tardes, en la idea de que se facturará más cuanto más en la
terraza o chiringuito cuanto más larga sea la tarde, idea que no resalta el
hecho de que, haciendo calor, es por la noche cuando más llenos están esos
establecimientos. En fin, nos espera un acalorado debate al respecto, en el que
como siempre, dentro de nuestro sinsentido, se producirá una división
territorial e ideológica irreconciliable entre uno y otro horario, volviendo a
mostrar que una cosa es la hora y otra el siglo, retrógrado, en el que viven
muchos de los que nos rodean.
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