No
era el objetivo primordial del viaje, pero creí que la oportunidad me permitía
poder rendir un homenaje póstumo a tres genios muy diferentes que reposan en
suelo británico. El lunes pasado pagué la (muy cara) entrada a la abadía de
Westminster, que ya visité hace bastantes años, para contemplar la última de
las lápidas puestas en su interior, dedicada a Stephen Hawking. Una losa oscura
no muy grande, en la que figura la leyenda “Here lies what was mortal of” ”(aquí
yace lo que fue mortal de) junto a su nombre y sus fechas de referencia, 1942 –
2018, y la recreación de un agujero negro y la fórmula de la radiación de
Hawking, que él descubrió. Reposa junto a Maxwell, Faraday, Newton, Herschel y
Darwin.
Los
otros dos homenajes que realicé fue a escritores, muy distintos, y de
trayectorias opuestas en todo. Oxford es la cuna de grandes creadores, y es Tolkien
uno de los más recordados y superventas de todos ellos. Aúna el maestro la
capacidad de crear mundos fantásticos con un dominio de la narrativa y la lingüística
que le permite generar idiomas con enorme facilidad.
Tolkien escribió fantasía
de manera fantásticamente buena. Y el día en el que visite la ciudad en la que
impartió clases, creó y vivió durante gran parte de su vida, aproveché y me
desplacé hasta el cementerio de Wolvercote, sito a unos cinco kilómetros al
norte del centro urbano, para visitar su lecho. Es un cementerio bello,
tranquilo, de muchas lápidas pétreas que ofrecen un aspecto curiosamente
acogedor a la par que siniestro. La tumba de Tolkien se encuentra entre otras muchas,
sin distinciones que le permitan destacar ente ellas. Un pedazo de tierra
rodado de un rodapié de granito blanquecino enmarca el lugar de enterramiento,
y en la lápida están inscritos su nombre y el de su mujer, Edith. Ella en
primer lugar, fallecida en 1971, y posteriormente él, muerto en1973. Los nombres
de Luthien y Beren acompañan respectivamente a cada uno de ellos. Son los
personajes de una de las baladas que se narran en el Silmarillion, una precioso
canto de amor entre el mortal Beren y la medio elfa Luthien, uno de esos
relatos que aúna belleza, capacidad de conmover y fantasía envueltos en la mágica
prosa de Tolkien. Si sólo hubiera escrito ese texto ya se habría ganado el
autor un lugar en el mundo de la literatura, pero fue capaz de mucho más, y hoy
millones de personas lo mantenemos vivo en el recuerdo gracias a sus historias.
El otro homenaje a escritor me llevó desde la luz de la fantasía y el
reconocimiento a la crudeza del periodismo y a la sombra del olvido absoluto.
El domingo visité los Kew gardens, pero antes acudí al cementerio de fulham, un
camposanto de aspecto similar el de Wolvercote, sito en el oeste de Londres,
surcado constantemente por aviones que cogen la aproximación para las pistas
del no muy lejano aeropuerto de Heathrow. Entre todas las tumbas buscaba una
sin nombre, sin lápida ni apenas marcación. Sabía, tras buscar en internet, las
coordenadas de la parcela en la que se encontraba, y tras llegar a ella, previa
pregunta a algún empleado del lugar, me puse a dar vueltas hasta que encontré
el objetivo de mi presencia.
Sobre un pedazo de césped, entre formas tumularias
enmarcadas con lápidas oscuras, yacía un palo de madera, un simple listón
cortado de algo más de un metro de largo, tirado en el suelo, con pinta de
llevar varios meses a la intemperie. En la parte superior del palo estaba
escrito en un papel, de tamaño de una servilleta pequeña, con rotulador azul y
letras mayúsculas, el nombre de Manuel Chaves Nogales, y un plástico cubría el
papel y daba vueltas en torno al madero para evitar que la frecuente lluvia
londinense borrara las letras y disolviera el soporte. Cronista de actualidad,
autor de grandes libros de reportajes periodísticos y reconocidos periodista,
Chaces Nogales vivió el inicio de la guerra civil como lo que fue, el fracaso
de nuestro país. Hundido y desolado, huyó de los bandos, que veía como monstruos
que devoraban a la nación, y perseguido por ambos, se escapó a Londres, donde
murió al poco de empezar la segunda guerra mundial. Sólo, abandonado, y frustrada
su carrera y triste, Cháves Nogales se apagó en la indiferencia absoluta.
Su
obra se ha ido recuperando estos últimos años, gracias entre otros al trabajo de
Andrés Trapiello, Arturo Pérez reverte o Carlos Alsina. Todos sus libros son
muy recomendables, pero “A sangre y Fuego” crónicas de episodios de la guerra
civil, es además necesario. Su prólogo debiera estudiarse en todas las escuelas
y, quizás, grabarse en algún monumento visible que en nuestro país sirva de
recuerdo a su memoria y obra. Su tumba, la imagen pura del abandono, es reflejo
de como nuestro país trata a sus hijos, de la consideración que nos merecen los
autores y la cultura, y de la falta de diligencia del gobierno y la sociedad civil
para con los que en el pasado fueron algo e hicieron algo por nosotros. Era obligado
rendirle homenaje, ante un triste palo de madera.
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