martes, diciembre 10, 2019

Ángela Merkel en Auschwitz


Es ya casi una tradición que los entonces cancilleres de la RFA, y desde la caída del muro, los de la Alemania unificada, visiten el campo de exterminio de Auschwitz al menos una vez en todo su mandato. Alguno lo ha hecho en más de una ocasión. Esa visita es una experiencia dura, para la que hay que estar preparado, y requiere un comportamiento y actitud. A veces se proclaman discursos, otras el silencio es lo único que se puede decir ante la barbarie que rodea aquel lugar, como le ha pasado a algún Papa. Visitar ese campo, cosa que aún no he hecho en persona, es algo que creo que hay que hacer alguna vez en la vida, para pasarlo mal, sí, para sentir como el mal es capaz de crear su mundo de desolación y la necesidad que hay de combatirlo sin descanso.

Se van a reír, pero creo que es “El señor de los anillos” el libro que ahora recuerdo en el que mejor se ejemplifica la relajación humana que se produce cada vez que creemos haber derrotado al mal, y cómo el enemigo aprovecha esa relajación para rearmarse, coger fuerzas, reconquistar territorios y almas, y reemprender sus ataques. Esos territorios custodiados por Gondor y Rohan que son abandonados a su suerte, esas fortalezas que se olvidan y dejan desguarnecidas hasta que vuelven a ser tomadas por bandas de orcos, esa sombra que vuelve a surgir en el este y que, silenciosa, avanza por la Tierra Media entre el miedo y la indiferencia… Tolkien vivió la I Guerra Mundial y sabía lo que era la guerra de destrucción absoluta, pero también conocía esas ideología de odio que se mantienen en el ambiente, esperando el momento, como el anillo de poder, para regresar, para ser llamado por su amo cuando éste vuelva a estar fuerte. El antisemitismo es el perfecto ejemplo de idea de odio que se extiende sin descanso por la historia europea, en forma de incesantes pogromos y actos de vileza individual. Acierta Guillermo Altares cuando señala que el repunte del antisemitismo es una señal de que algo muy oscuro crece en la sociedad, y que debe ser atajado cuanto antes. Hoy, a las puertas del 75 aniversario de la liberación de Auschwitz por parte de las tropas rusas, aniversario que tendrá lugar el 27 de enero del año que viene, en poco más de un mes, el odio antisemita vuelve a la Europa que nunca abandonó. Los incidentes violentos contra sinagogas se repiten en Alemania y Francia, y el saqueo y vejación de cementerios está a la orden del día. Podemos pensar, con razón, que el grado de intensidad de todos estos eventos es muy bajo comparado con lo que se produjo en los años veinte y treinta del siglo pasado, pero el mero hecho de que se produzcan a sabiendas de lo que ya sucedió en esas décadas y en la siguiente nos debiera hacer reflexionar en lo más hondo sobre por qué volvemos a vivir experiencias tan turbias como estas. ¿Qué anida en nuestro interior que no deja de revolverse, como el magma de un volcán aparentemente dormido, que en el momento más inesperado despierta y arrasa? Miedos, incertidumbres, temores atávicos y sensación de descontrol son aprovechadas por sembradores de odio, populistas de todo tipo y sentimiento, que saben que es en estas épocas turbulentas cuando pueden conseguir prender su discurso y obtener un rédito, económico y de poder. El discurso que victimiza al otro de nuestros males, que focaliza en un grupo concreto de personas la fuente de todos nuestros problemas es tan falso como sencillo de reiterar, y es lo que anida detrás de todos estos actos de odio. Ahora se tira mucho del “inmigrante” como el chivo expiatorio del desempleo, de las colas en los servicios sociales, de la necesidad que sufren “los nuestros”, “los de aquí” y el judío es el caso claro de inmigrante que no es “de aquí” que no deja de conspirar. Quizás en España este tipo de racismo se nos haga un poco ajeno, porque en este país hace ya muchos siglos que se expulsó a los judíos, fuimos pioneros en esto, pero en el resto de Europa occidental el antisemitismo es como una peste endémica que rebrota y se apacigua, pero siempre está ahí. Y recuerden que incluso aquí, en el franquismo, se aludía al complot judeomasónico, en una muestra más de antisemitismo importado, tan vil y falaz como cualquier otro.

El pasado viernes Ángela Merkel visitó el campo de la muerte, en lo que ahora es Polonia, pero que cuando funcionó era territorio anexionado por el Reich, y no se calló. En su discurso, de una enorme valentía y rotundidad, proclamó que lo sucedido en Auschwitz forma parte de la identidad alemana, es indisociable a la misma, y que es imposible no ya la negación, sino el mismo acto de separación de esos hechos del ser y sentirse alemán. El arrepentimiento que los alemanes deben hacer por lo que cometieron allí debe ser constante, inasequible al desaliento, y lo dijo ella, constreñida por un pasado que sabe imposible de abordar pero necesario de asumir. Con sus palabras y ejemplo Merkel dio un paso que nos ayuda a todos, y alertó de que los “campos de Gondor” deben ser nuevamente fortificados, moral y humanamente, para que el mal, que se remueve otra vez, no logre arraigar.

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