Es
ya casi una tradición que los entonces cancilleres de la RFA, y desde la caída
del muro, los de la Alemania unificada, visiten el campo de exterminio de
Auschwitz al menos una vez en todo su mandato. Alguno lo ha hecho en más de una
ocasión. Esa visita es una experiencia dura, para la que hay que estar preparado,
y requiere un comportamiento y actitud. A veces se proclaman discursos, otras
el silencio es lo único que se puede decir ante la barbarie que rodea aquel
lugar, como le ha pasado a algún Papa. Visitar ese campo, cosa que aún no he
hecho en persona, es algo que creo que hay que hacer alguna vez en la vida,
para pasarlo mal, sí, para sentir como el mal es capaz de crear su mundo de
desolación y la necesidad que hay de combatirlo sin descanso.
Se
van a reír, pero creo que es “El señor de los anillos” el libro que ahora
recuerdo en el que mejor se ejemplifica la relajación humana que se produce
cada vez que creemos haber derrotado al mal, y cómo el enemigo aprovecha esa
relajación para rearmarse, coger fuerzas, reconquistar territorios y almas, y
reemprender sus ataques. Esos territorios custodiados por Gondor y Rohan que
son abandonados a su suerte, esas fortalezas que se olvidan y dejan desguarnecidas
hasta que vuelven a ser tomadas por bandas de orcos, esa sombra que vuelve a
surgir en el este y que, silenciosa, avanza por la Tierra Media entre el miedo
y la indiferencia… Tolkien vivió la I Guerra Mundial y sabía lo que era la
guerra de destrucción absoluta, pero también conocía esas ideología de odio que
se mantienen en el ambiente, esperando el momento, como el anillo de poder,
para regresar, para ser llamado por su amo cuando éste vuelva a estar fuerte.
El antisemitismo es el perfecto ejemplo de idea de odio que se extiende sin
descanso por la historia europea, en forma de incesantes pogromos y actos de
vileza individual. Acierta Guillermo Altares cuando señala que el repunte del
antisemitismo es una señal de que algo muy oscuro crece en la sociedad, y que
debe ser atajado cuanto antes. Hoy, a las puertas del 75 aniversario de la
liberación de Auschwitz por parte de las tropas rusas, aniversario que tendrá
lugar el 27 de enero del año que viene, en poco más de un mes, el odio
antisemita vuelve a la Europa que nunca abandonó. Los incidentes violentos
contra sinagogas se repiten en Alemania y Francia, y el saqueo y vejación de
cementerios está a la orden del día. Podemos pensar, con razón, que el grado de
intensidad de todos estos eventos es muy bajo comparado con lo que se produjo
en los años veinte y treinta del siglo pasado, pero el mero hecho de que se
produzcan a sabiendas de lo que ya sucedió en esas décadas y en la siguiente
nos debiera hacer reflexionar en lo más hondo sobre por qué volvemos a vivir
experiencias tan turbias como estas. ¿Qué anida en nuestro interior que no deja
de revolverse, como el magma de un volcán aparentemente dormido, que en el
momento más inesperado despierta y arrasa? Miedos, incertidumbres, temores
atávicos y sensación de descontrol son aprovechadas por sembradores de odio,
populistas de todo tipo y sentimiento, que saben que es en estas épocas
turbulentas cuando pueden conseguir prender su discurso y obtener un rédito,
económico y de poder. El discurso que victimiza al otro de nuestros males, que
focaliza en un grupo concreto de personas la fuente de todos nuestros problemas
es tan falso como sencillo de reiterar, y es lo que anida detrás de todos estos
actos de odio. Ahora se tira mucho del “inmigrante” como el chivo expiatorio
del desempleo, de las colas en los servicios sociales, de la necesidad que sufren
“los nuestros”, “los de aquí” y el judío es el caso claro de inmigrante que no
es “de aquí” que no deja de conspirar. Quizás en España este tipo de racismo se
nos haga un poco ajeno, porque en este país hace ya muchos siglos que se expulsó
a los judíos, fuimos pioneros en esto, pero en el resto de Europa occidental el
antisemitismo es como una peste endémica que rebrota y se apacigua, pero siempre
está ahí. Y recuerden que incluso aquí, en el franquismo, se aludía al complot
judeomasónico, en una muestra más de antisemitismo importado, tan vil y falaz
como cualquier otro.
El
pasado viernes Ángela Merkel visitó el campo de la muerte, en lo que ahora
es Polonia, pero que cuando funcionó era territorio anexionado por el Reich, y
no se calló. En su discurso, de una enorme valentía y rotundidad, proclamó que
lo sucedido en Auschwitz forma parte de la identidad alemana, es indisociable a
la misma, y que es imposible no ya la negación, sino el mismo acto de separación
de esos hechos del ser y sentirse alemán. El arrepentimiento que los alemanes
deben hacer por lo que cometieron allí debe ser constante, inasequible al
desaliento, y lo dijo ella, constreñida por un pasado que sabe imposible de
abordar pero necesario de asumir. Con sus palabras y ejemplo Merkel dio un paso
que nos ayuda a todos, y alertó de que los “campos de Gondor” deben ser
nuevamente fortificados, moral y humanamente, para que el mal, que se remueve
otra vez, no logre arraigar.
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