Celebra
hoy la OTAN en Londres una cumbre en la que conmemora su setenta cumpleaños.
Sería fácil tirar del tópico y hablar de los achaques de la edad de una
organización ya veterana, asociando sus problemas actuales con el tiempo que
lleva en marcha, pero lo cierto es que la salud de la organización de seguridad
y defensa occidental es bastante peor que la de la media de los setentones con
los que nos cruzamos cada día en nuestro camino y sus problemas tienen tanto de
existencial como de operativo. Es poco probable que la organización pueda sobrevivir
mucho más de mantenerse en la situación actual. Algo debe cambiar.
El
primer problema, el existencial, surgió cuando cayó el muro. Cuando te asocias
para defenderte de un gran enemigo y te quedas sin enemigo gran parte de la
asociación pierde sentido. La OTAN empezó a convertirse en una especie de ONG
militar, en la que la N de No sobraba por todas partes. Los atentados de 2001
le pusieron de frente a la amenaza yihadista, y se enfrentó a la llamada
“guerra contra el terror” tanto en frentes militares como en Afganistán, donde
tenía sentido su forma de actuar, como a frentes internos de seguridad e
inteligencia, donde el pacto atlántico bien poco podía hacer por definición.
Los conflictos de seguridad, cada vez más asimétricos y digitales, la han descolocado
por completo y la sibilina presión rusa que aprieta en el este de Europa hace
que las naciones amenazadas por Putin vean en la OTAN a un salvavidas que
apenas es capaz de coordinarse de manera efectiva para realizar maniobras
militares. El otro gran problema del tratado es el de la seguridad europea, que
está en el origen de su creación. Al firmarlo, los países europeos, deshechos
tras la II Guerra Mundial y con la URSS en las puertas firmaron un pacto
mediante el que subcontrataban la seguridad a los EEUU, a cambio de ceder
soberanía sobre el terreno. Las naciones europeas occidentales se libraron de
los gastos militares y pudieron dedicar esos recursos a reconstrucción física,
inversión y gasto social, porque eran los americanos los que gastaban el
dinero. A cambio, las directrices de la seguridad del continente se fijaban en
Washington y Europa cedía espacios, recursos y lo que fuera menester para que
las tropas norteamericanas se sintieran como en casa. Este pacto tiene un
cierto componente mefistofélico, porque al final, con el paso de los años, las
naciones europeas han ido asimilando como natural el no tener ejércitos propios
dignos de tal nombre ni sistemas de defensa que les permitan defenderse de
manera autónoma. Están en manos de EEUU en todos los sentidos, y hasta ahora la
voluntad emanada desde la Casa Blanca mantenía el pacto sin estridencias, pero
se acabó el “hasta ahora”. La llegada de Trump ha puesto esta situación fuera
de control. Para el magnate la política internacional no son intereses ni
ideologías, sino cuentas de pérdidas y ganancias. Meto dinero en la defensa
europea y qué saco a cambio, se pregunta el mandatario de color zanahoria, y
sus asesores le dicen que las cuentas no salen bien. Desde su llegada al poder
Trump, en este tema, ha tenido una postura muy clara, tanto de desprecio de la
propia idea de pacto atlántico como de presión para que las naciones europeas
paguen más, mucho más, por su seguridad. Está de acuerdo en seguir como
subcontrata pero quiere renegociar los términos económicos del contrato y
subir, mucho, los costes del mismo. Ante este movimiento la respuesta europea
es diversa y desorganizada. Un grupo de países, encabezados por Francia,
quieren lanzarse hacia la construcción de una fuerza de defensa de la UE digna
de tal nombre, para garantizarse la independencia del amigo americano, que ya
no es tan amigo. Los países del este, amenazados por Rusia, saben que sólo los
norteamericanos tienen un ejército de verdad que puede meter miedo a Putin, y
no quieren oír nada que no sea seguir el dictado de Washington, y en medio
están otros muchos países que ni fu ni fa, parecen carecer de postura propia y,
sobre todo, ni capacidad ni deseo de gasto para embarcarse en aventuras
El
cruce de reproches que se están lanzando en estas horas Trump y Macron,
aderezados con amenazas de aranceles mutuos por impuestos y otras cuestiones
económicas es el síntoma de esta creciente división entre las dos orillas del
Atlántico, que muestra, en un nuevo contexto, el repliegue del mundo occidental
en medio del creciente e imparable auge asiático. Si se consuma el Brexit Reino
Unido puede acabar siendo un satélite de EEUU, sometido a sus normas
comerciales, y el continente y anglosajonia pueden acabar dándose la espalda,
lo que sería nefasto para ambas visiones de una misma realidad política, basada
en la democracia liberal y el capitalismo de mercado. Que
Macron haya dicho que la OTAN se encuentra en estado de muerte cerebral
pueden ser una típica boutade gabacha, pero no está demasiado lejos de la
realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario