En
los descubrimientos del pasado juega un papel fundamental la tecnología y la
pura suerte. A veces, de casualidad, se encuentran restos o pistas que nos
ayudan a componer el puzle de lo que fue o hubo en algún momento, y cada pieza
vale la información que somos capaces de extraer de ella. A
veces algunas piezas descolocan, como las pinturas rupestres encontradas hace
unos días en Indonesia. Datadas hace unos 46.000 años, suponen
prácticamente duplicar, de golpe, la antigüedad de los registros de este tipo,
y nos llevan a pensar que la capacidad de representación y lo que entendemos
como humano es algo mucho más antiguo y profundo de lo que pensábamos. Quién
sabe cuántas pinturas yacen en cuevas olvidadas, esperando a ser descubiertas,
y qué nos dirán de nosotros mismos.
Ayer,
sin ir tan lejos en el tiempo, pudimos hacer un viaje de seis mil años al
pasado gracias a algo parecido a un chicle. Se ha publicado un artículo
científico en el que unos expertos habían analizado una resina de abedul
mascada por alguien en esa remota edad del tiempo. No parece que sea este el
primer chicle descubierto de las eras antiguas, pero sí es el primero en el que
se han encontrado restos de ADN de la persona que pasó un rato con él en la
boca, y esas trazas genéticas, unidas a la capacidad que poseemos para leer la
molécula maestra de la vida nos permite acceder a una información que, hace
pocos años, sería simplemente inimaginable. La resina mascable ha sido hallada
en lo que hoy en día es Dinamarca, y corresponde a una mujer de procedencia
relacionada con las tribus de cazadores de la Europa continental, no de las
poblaciones originarias que ocupaban esas tierras escandinavas. Lola, que así
ha sido apodada esta mujer, sufría de problemas dentales, que con casi toda
seguridad le acarrearían la pérdida futura de alguna de sus piezas. Los rastros
de la goma mascable no acaban ahí, porque se ha podido determinar que antes de
entretener sus mandíbulas con el chicle Lola cenó pato y avellanas, lo que es
una dieta bastante sana para la época actual (y casi para la presente). Resulta
curioso que ese pedazo de ungüento masticable, que intuyo que ahora tendrá una
consistencia sólida por el paso del tiempo, sea capaz de darnos tanta
información, y nos permita imaginar la escena en la que tras la cena, no se
sabe si sola o en compañía, Lola disfruta de un momento de relax masticando,
sin pensar en mucha cosa. Es imposible saber lo que pasaría en ese momento por
su cabeza, qué pensaba, en qué creía, qué le preocupaba, a quién amaba, pero
uno piensa en esa escena y es imposible no encontrarle un cierto aire familiar,
un regusto a lo que nos pasa a cada uno de nosotros hoy en día, cuando terminamos
de comer o cenar, y durante unos instantes miramos a la nada y pensamos un
poco, buscamos algo de relajo, pasar el tiempo. Nada de la vida de Lola es como
la nuestra, y casi seguro que cualquiera de nosotros no sobreviviría más allá
de unos pocos días en su mundo, que se nos haría tan ajeno a nuestras mentes
como lo sería el nuestro para ella. Su visión de lo que hoy es Dinamarca sería
sorprendente, completamente ajena. Y lo mismo para nosotros contemplar una
Europa de bosques salvajes, agrestes, violentos y despiadados, donde la
supervivencia sería una lucha constante y lugares como Londres o París serian, seguramente,
la nada absoluta. El planeta en el que vivía Lola es otro comparado con el
nuestro, pero la sensación de relajo y calma que le aportó aquel momento en el
que mascaba la goma es plenamente humana, la vivimos y buscamos hoy mismo en
nuestras vidas de la misma manera que la vivía y buscaba ella. Si Lola hubiera
nacido hoy, aquí, a buen seguro sería indistinguible de nosotros, como pasaría
si alguno de nosotros naciéramos en esa época. Sus genes son iguales que los
nuestros, permiten la creación de un mismo tipo de especie, el ser humano, con
sus características físicas y potencialidades intelectuales idénticas. El libro
de instrucciones para crearnos es el mismo, la misma estructura de ADN.
Hasta
hace no demasiados años este trozo de goma de mascar sería, como mucho, una
curiosidad que no aportaría demasiado a un yacimiento, pero este es un
excelente ejemplo de cómo la tecnología no sólo cambia nuestras vidas
presentes, sino que nos abre a un mundo de conocimiento que altera, profundiza y
desvela todo lo que nos rodea, incluyendo lo pasado, de lo que conocemos mucho
menos de lo que creemos. Nuestra capacidad de convertir restos aparentemente inútiles
en válidas piezas del puzle crece sin cesar, y puede llegar a ofrecernos
estampas tan interesantes, y conceptualmente intensas, como la de Lola, divagando
tras la cena, en un bosque danés de hace seis mil años.
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