Últimamente coger un tren en España es una de las experiencias más intensas que uno puede llevar a cabo en su vida. El barranquismo, puenting y otro tipo de deportes extremos han sido superados por la total incertidumbre de llegar a una estación y descubrir qué pasará con los horarios del viaje programado. O aún peor, acabar conociendo desconocidos páramos de la geografía nacional en los que, por azar, el convoy ha quedado detenido tras el enésimo incidente, sin tener ni la más remota idea de cuándo ni cómo se acabará saliendo de ese lugar, que tiene su cierto encanto para verlo de paso, o incluso para pasar una tarde de asueto, pero en un viaje previsto, no en una parada prolongada, inesperada y sin plazo de finalización.
Maña suerte, averías, negligencias, sabotajes, todo lo imaginado parece conspirar para convertir a nuestra red ferroviaria en un agujero negro que se traga viajeros y horarios a una velocidad realmente fantástica, pero que los suelta a cuentagotas tras retrasos infinitos. La diversidad de causas que están detrás de estos desastres es múltiple, y para algunas RENFE, ADIF y el resto de empresas que trabajan en el sector poco pueden hacer, como sucedió hace una semana a cuenta del apagón nacional, pero en general se nota la decadencia del servicio, de sus instalaciones y la negligencia que rodea a todo el asunto. De hecho, la decisión del Ministerio de Fomento de suspender los compromisos de puntualidad de la Alta Velocidad hace año y algo y no ejercitarlos hasta que el retraso se sitúe en la hora, creo, era una buena muestra de la poca confianza que el gobierno tiene en la gestión de su red. Hay dos patas en el servicio ferroviario que funcionan mal y que reciben una atención mediática muy distinta. Poco se habla de los cercanías, los servicios urbanos de corta distancia, que son los que más personas mueven al cabo del día, alcanzando cifras espectaculares en nodos como los de Madrid o Barcelona. En ellos los retrasos y esperas son el pan de cada día, y los afectados, todos esos a los que antes mencionaba. Una jefa de mi trabajo recurre a ellos cada día para llegar a la oficina desde la localidad en la que reside, en el corredor del Henares, y se cuentan con los dedos de una mano los días del mes en el que no hay suspensiones, retrasos, bloqueos, desvíos, o cualquier otro tipo de incidente que trastoca la hora a la que tiene previsto llegar. Sabe cuándo sale de casa y sospecha que acabará llegando, pero sin certeza alguna sobre el tiempo empleado. En este caso son trabajadores, estudiantes, en general gente de recursos medios, que no disponen alternativas de transporte, o que no quieren sumarse al caos de tráfico diario, los que padecen los problemas. Una empresa púbica pagada por los impuestos de todos ofrece un mal servicio a quienes más lo necesita, generando un efecto regresivo de primer orden. Los cercanías sólo salen en los medios cuando el caos que se ha generado en ellos es total. La atención mediática se centra en la Alta Velocidad, el buque insignia del tren en España, que no mueve tanta gente como el cercanías, pero es muy utilizado y, gracias a las dimensiones actuales de la red, vertebra muchos de los desplazamientos de la nación, especialmente en fines de semana y puentes. Aquí los problemas son distintos, porque se ha dado una muy elevada inversión en la infraestructura y el material rodante, pero es un sistema de transporte que, por su diseño, requiere unas medidas de seguridad y control extraordinarios, y eso provoca que una incidencia que aparente ser menor genere disrupciones muy serias. Lo de ayer, fruto de un robo de cobre, afectaba a las comunicaciones entre las vías y los centros de control, y eso impedía que los convoyes pudieran circular a la velocidad debida. No es que se produjera una destrucción de la infraestructura “dura” sino de la tecnológica que da servicio a la línea, que en el caso de la Alta Velocidad es de importancia extrema. Cada vez que se produce un incidente en la Alta Velocidad los medios acuden raudos a las estaciones de cabecera, los grandes nodos de la red del país, y nos muestran el caos, las colas, la indignación y la casi siempre ausente información por parte de los gestores del tema, que se limitan a no decir nada a un montón de personas desesperadas. Vamos a un incidente de este tipo casi a la semana, a este paso va a haber que habilitar un espacio fijo para los corresponsales de los medios en las estaciones para que vivan allí.
En medio de todo este caos se encuentra el ministro Óscar Puente, todo un personaje, un señor que no hace honor a ese nombre y que aprovecha cualquier oportunidad para actuar en las redes sociales, y fuera, con un comportamiento macarra impropio no ya de alguien de la administración pública, que también, sino simplemente de lo humano. Con tendencia a la bipolaridad, puede facilitar a la vez información precisa de cómo avanzan las obras de reforma de un punto de la red de fomento como ciscarse en un ciudadano cualquiera y bloquearlo en las redes sociales, algo más propio de un trumpista de manual que de un gestor. Muchos de los problemas que sufre la red no son por su causa, otros muchos sí, pero cobra por dar la cara ante todos ellos. Y casi siempre se le olvida.
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