En estas cortas vacaciones de Semana Santa, en las que ni he sufrido atascos kilométricos de desesperación ni carreras por el mal tiempo (ha hecho unos días desacostumbradamente buenos para lo que es el norte) me decidí a coger la bici, cosa que no hacía desde septiembre. Hace años andaba mucho, pero con esto del trabajo y al escasez de tiempo las posibilidades de cogerla son cada vez menores. En mi casa de Madrid no me entra una y cuando subo muchas veces llueve y no hay tiempo para nada, pero esta vez no.
Animado, me puse los culotes y salí el Jueves y el Viernes, dando ambos días una vuelta pequeña, casi unos 30 kilómetros, con dos subidas de cuarta categoría, pero me han dejado las piernas hechas polvo para toda la Semana Santa. Es impresionante la baja forma en la que estoy, al menos para dar pedales, y no podía dejar de acordarme de cuando hace unos pocos años esas vuelta no suponía demasiado en las piernas. Tampoco podía olvidar la imagen de mi buen amigo Plácido, a quién yo inculqué el gusanillo de los pedales, que ahora está imparable, yendo a todas las clásicas y carreras de cicloturismo se organizan por el ancho mundo, mientras que yo a duras penas podría acompañarle en la subida a Andrakas, no sin que antes me hubiesen llevado hasta allí. De todas maneras algún día quedaré con él, aunque sea para disfrutar de los llanos, siempre que se ponga delante y me deje “chupar” algo de rueda, claro.
Pero, eso sí, la sensación de bajar cuestas en bici sigue siendo preciosa, incluso la de llanear. Cuando no pega demasiado fuerte el viento mueves las piernas sin mucho esfuerzo y te alejas de casa, bajo el sol, con un cielo azul brillante, casi lo más parecido a la imagen del verano, y los locos del Tour que se cuelan entre partido y partido, pero nada será como en los noventa, cuando, tras ver ganar a Indurain, salíamos de casa soñando con subir nuestro Tourmalet particular, con más ilusión que fuerza, y las piernas no nos dolían (o eso decíamos....)
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