Empecemos porque soy una persona a la que le gusta la Navidad. Sí, sí, ahora que se ha puesto de moda decir que se odia la Navidad, que pareces estar en la onda cuando miras con cara agria los muñecos, las luces y la parafernalia de estas fechas, soy de los que, no voy a decir disfrutan, pero sí agradecen estas fiestas. Son distintas al resto, al menos estéticamente, y se respira en ellas un aroma especial en las calles. La gente parece más feliz, y aunque pueda no ser cierto, es bonito suponerlo. Además es el fin de año, y eso siempre tiene algo distintivo.
Lo que no acabo de entender es como hemos transformado el motivo religioso que da el sustento a esta fiesta, no olvidemos que celebramos el nacimiento de Cristo en Belén, en el tinglado social que es actualmente la Navidad. Es psicodélico, porque el texto bíblico, y la fiesta cristiana asociada se fundamentan en un hecho de una pobreza absoluta. Un niño que nace en una establo o una cueva, según sea el imaginario, rodeado de animales para darle calor, porque vive en la indigencia, y al que unos pastores, uno de los colectivos más repulsivos de la época para los judíos (casi equivalentes a la prensa rosa de hoy en día) le adoran y regalan. Todo ello sería en su época una escena de lo más mísero, ruin y pobre imaginable. Algo de esto pensaba este Viernes, al atravesar Sol pasada la medianoche y ver un macrobotellón que no tenía mucho que envidiar a la fiesta de las campanadas de fin de año, o antes de ayer, Sábado, paseando por el centro de Madrid, engalanado, invadido por una riada de gente atada a decenas de bolsas, y allí estaba mirando yo, sólo, como las puertas de los centros comerciales no daban abasto, y se me hacía difícil creer que estamos en puertas de una crisis. Será que la extra de Navidad se estira hasta más allá de la imaginación, me decía a mi mismo. No voy a ir yo ahora de agonías, porque también me he dejado mis cuartos en paquetes envueltos y cosas así, y he hecho colas en las cajas para pagar, como todo el mundo, y he luchado a brazo partido para entrar en un metro que parecía una planta -4 de El Corte Inglés, con sus escaleras mecánicas y sus bolsas doradas. Sólo faltaba la solemne presencia de Leonor Watling, con esa belleza perturbadora que posee, sonando con su voz algo rasgada y cadenciosa de la megafonía de la estación, diciendo eso de “Metro de Madrid informa:...” Y es que hay que felicitar a El Corte Inglés, porque un espíritu navideño encarnado en la figura de la Watling es todo un regalo.
Por ahora quienes siguen fieles a su tradición y mantienen un auténtico espíritu navideño son los de Radio Clásica. Ayer, en un programa especial, conectaron de manera consecutiva con numerosas ciudades europeas (y de broche final Canadá) para cantar a la Navidad, en un concierto que se extendió de 11 de la mañana a 12 de la noche. Estocolmo, Copenhague, Gante, Bucarest, Reykiavik, etc... Doce ciudades y doce horas de magnífica música navideña de cada una de estas distintas tradiciones, que pude disfrutar en su mayor parte. Otro enorme regalo para el oído y el espíritu.
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