miércoles, diciembre 14, 2016

La caída de Alepo, el Stalingrado sirio


2016 agoniza, y este año sorprendente también lo ha sido, por sexta vez consecutiva, el de la guerra de Siria, el que probablemente es el conflicto armado más violento, cruel y complejo de los que ahora mismo se desarrollan en el mundo. Seis años de salvajismo entre todas las partes imaginables en los que la entrada de las tropas rusas en apoyo de Al Asad, hace más de un año, empiezan a decantar la batalla a favor de las tropas del régimen. Alepo ha sido, durante cuatro años (párense a pensarlo un instante, cuatro largos años) frente de batalla, de bombardeos y asesinatos. Sus calles, convertidas en ruinas, han pasado de un bando a otro mientras en ambos se moría a discreción.
 
Ayer Alepo cayó. Cayó para el bando de Asad. Los últimos bastiones de la resistencia antigubernamental dejaron sus posiciones en la ciudad vieja y el este de la urbe, reducidas las zonas bajo su control apenas a unas pocas manzanas derruidas y miserables. Durante muchísimo tiempo hemos estado viendo escenas de guerra urbana, bombardeos, hospitales desangrados, rescate de cuerpos aplastados por forjados y otras muchas imágenes por el estilo, y la mayor parte provenían de ese Alepo que, hace apenas cinco años, era la segunda ciudad en población de Siria, con algo más de dos millones de habitantes, y la capital económica del país. Hoy de esa ciudad, de su riquísimo patrimonio histórico, de su fortaleza comercial y de muchos de sus habitantes no queda nada. Nada. Los que no pudieron huir cuando los combates llegaron a la puerta de sus casas se quedaron encerrados en ellas, sometidos bien al régimen de Asad o a los rebeldes, ambos llenos de fanatismo y odio mutuo y con ganas de revancha. El tercer grupo de población, el que no quería la guerra, el mayoritario en todos los conflictos, quedó recluido en la zona en la que tuvo la desgracia de caer, y allí han subsistido algunos y muerto la mayoría. Los escombros de Alepo son, en cierto modo, un camposanto improvisado, un cementerio en el que, bajo cada pedazo de hormigón y montaña de cascotes se esconden cuerpos, abandonados en muchos casos, que nadie reclamará nunca ni querrá enterrar. Años de guerra urbana de una ferocidad no vista desde los tiempos de Stalingrado, en los que el decorado invernal de la ahora ciudad rusa fue sustituido por el amarillo desértico, y los copos de nieve por la fina y amarilla arena. Pero las mismas escenas de desesperación y agonía que se vivieron durante el año largo de asedio nazi al centro industrial soviético se han repetido a lo largo de estos últimos años en torno a las mezquitas, barrios y calles de Alepo. No pudimos ver en los años cuarenta ese asedio retransmitido por televisión, tenemos crónicas del mismo, fotos, e imágenes dispersas. Testimonios de testigos que contaban las atrocidades y relataban la desesperación con la crudeza y seriedad con que lo hace el que la ha vivido en primera persona. Sí hemos podido visto ver en nuestras casas el asedio de Alepo, los bombardeos, escuchar los impactos de los barriles bombas, ver los hongos crecientes en el horizonte que significaban otro edificio demolido y nuevas vidas perdidas. Escuchar el tableteo de las armas automáticas, empuñadas por a saber qué facción, oír a testigos que, ahora por internet, cuentan idénticas pesadillas a las que escribían en cartas los que se hacinaban a las orillas del helado Volga. Hemos podido ser testigos de la guerra. Nada hemos hecho para detenerla y reducir sus estragos. Sólo la hemos contemplado y, cuando nos cansaban, veíamos otra cosa.
 
Se dice que hoy muchos civiles atrapados en la zona rebelde serán escoltados por fuerzas gubernamentales y sacados de manera segura de aquel infierno. Muchos de ellos saben lo que de falso hay en esos mensajes, y son conscientes de que serán asesinados por los leales al régimen tras permanecer tanto tiempo bajo las filas enemigas. Cuando esas vidas sean cortadas, otras respirarán aliviadas, las de los civiles que, refugiados en la zona gubernamental, sabían que ese sería su mismo destino en el caso de que la batalla urbana la hubiese ganado la facción rebelde. Nada hicieron unos y otros por merecer el destino que les aguarda, por salvarse o ser asesinados. Unos podrán contar su experiencia, otros no. Eso es la guerra.

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