La actualidad que vivimos y
comentamos en el día a día puede verse desde múltiples perspectivas, no sólo
ideológicas, y eso hace que no haya noticias puras, en el sentido de buenas o
malas. Todo suele ser gris y, en general, aunque en algunos casos hay acuerdos
sobre si un hecho es negativo, por ejemplo un atentado terrorista, en la mayor
parte de los casos cada situación genera ganadores y perdedores, y eso
condiciona el juicio. Por ello debemos ser cautos al analizar y no dejarnos
llevar por los impulsos. Sin embargo, en la noticia que quiero comentar hoy, no
soy capaz de encontrar una vertiente positiva, una faceta “blanca” que pueda diluir
la negrura en la que el caso de Nadia se ha convertido.
Nadia,
como niña enferma que es, de nada es culpable, pese a que sea su nombre el que
sirva para denominar una trama que, si llega a ser mayor y comprender, le
hará sentirse aún peor de lo que ya padece en su día a día. Lo que era una
historia de solidaridad, de unos padres abnegados por la enfermedad rara de su
hija, de un hombre enfermo que no se cuidaba para dar a su hija cada céntimo y
segundo en la búsqueda de una solución, de un tratamiento, de un especialista,
se ha convertido en una inmensa estafa de un embaucador, que ha recaudado
cientos de miles de euros gracias al altruismo público, que llenó platós de televisión
de lágrimas reales gracias a su congoja impostada y que ha convertido al patio
púbico que es internet en un vertedero de asombro, angustia e indignación al
saber que todos fuimos manipulados, de una manera más o menos intensa, por un
profesional del engaño que, en esta era de la llamada postverdad (hasta para no
decir “mentira” usamos eufemismos) se ha revelado como un avezado profesional. El
detonante de este caso fue un artículo publicado por El Mundo en el que se
narraba, hace pocas semanas, la odisea de este abnegado padre por su hija.
Lo leí una tarde en una cafetería y me impactó, aunque he de decir que la parte
referida a la búsqueda en las cuevas de Afganistán de un especialista médico me
parecía más sacada de un mal guion de telefilme que de la cruda realidad. Tras
ese artículo algunos blogueros de internet empezaron a encontrar cosas “raras”
en la historia, asuntos que no cuadraban, fechas y detalles médicos
incorrectos, y en pocos días se empezó a derrumbar la historia de Nadia. El
descubrimiento de que gran parte de lo que ahí se contaba, imposible aún saber
si todo, era falso, empezó a demoler las conciencias de los que habían llorado
por Nadia y sus padres, y a preguntarse qué habían hecho estos con el dinero que,
vía donaciones, habían entregado a la cuenta corriente que, siempre, siempre,
siempre, acompañaba la presencia del padre de la niña en cada artículo o presencia
televisiva. El caso Nadia se convirtió, al poco, en el caso de El Mundo y, por
extensión, de los medios de comunicación, de aquellos que fueron engañados y de
los que corrieron al calor de la emotividad de la historia para hacerse con unas
migajas de audiencia, de los medios que, en la despiadada carrera por la
audiencia y el último euro que les permita sobrevivir, no testaron el relato,
dieron credibilidad a todo y no se molestaron en ver si era cierto o no, quizás
porque ante un asunto así es de mal gusto mostrarse dudoso o porque, como cada
vez es más frecuente, no hay tiempo para pararse a pensar, juntar pruebas,
contrastar, determinar hasta donde llega la verdad y actuar en consecuencia. El
caso Nadia arrastró a los medios por el valle de la solidaridad mediática y ha
acabado de enfangarlos en el de la estafa.
Esta historia da para mucho, pero en ella sólo
se contabilizan perdedores. Los que más, a mi entender, son los familiares de
niños que padecen enfermedades, que no estafan, que siguen solos en el mundo, y
que han visto como un desalmado ha creado una cortina de sospecha y recelo ante
cualquier otro caso de “niño desvalido que necesita ayuda” que ahora será visto
con malos ojos por parte del ya estafado espectador, que recuerda que una vez
donó y era mentira. Para esos padres e hijos, el caso Nadia es devastador. Y
quien más pierde, sin duda, es la propia Nadia. Zarandeada, usada, vendida como
reclamo de feria, incapaz de entender nada, enferma o no, su vida ya es una
real pesadilla de la que no se cómo saldrá, pero que ella aún no es capaz ni de
imaginar. Pobre Nadia.
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