Se acaba el tiempo y, si no hay
sorpresas, no las descarten, me quedan cuatro artículos para terminar el año,
así que toca ir haciendo resumen y balance. Hoy quiero fijarme en la actualidad
internacional, que ya saben que me gusta e interesa mucho. La realidad, fuera
de nuestras fronteras, cada vez es más volátil y difícil de analizar, porque
las certezas que hubo en el pasado, fueran correctas o no, se deshacen a medida
que la realidad se transforma. Nunca imaginé que fueran precisamente Reino
Unido y EEUU, los baluartes de eso que llamamos occidente, los países más
pragmáticos y amantes del negocio, que fueran ellos los primeros en caer en el
error populista, pero así ha sido. Y eso nos afectará a todos.
Putin es, a mi entender, el
ganador del año. Las imágenes que vemos estos días de la destrucción de Alepo y
su caída bajo el régimen de Asad no son sino la última manifestación de su
política de tierra quemada, de su audaz y carente de complejos uso de la fuerza
en un mundo que camina hacia una multipolaridad compleja y peligrosa. Putin ha
dejado claro desde un principio que es un líder fuerte, que la oposición en
Rusia no existe, que él es el gobierno, y que la opinión pública carece de
valor bajo un régimen policial en el que los derechos y libertades están
restringidos y, hasta cierto punto, consentidos, siempre que no se discuta la
autoridad que emana de su poder. No es exactamente un dictador, pero está más
cerca de ese concepto que de cualquier otro. Para afianzar su poder ha
recurrido a la vieja estrategia del enemigo exterior, de reafirmar la voluntad
del pueblo ruso a través de la confrontación con aquellos que disputan su
imagen e influencia. En 2014 vimos como pegaba un primer zarpazo en el este de
Europa, en una Ucrania desgajad de su extremo oriental, donde aún se vive una
guerra larvada que, aunque no salga en los medios, causa muertos y heridos. La
anexión de Crimea, porque él lo valía, fue otra señal de que los complejos no
estaban en su manual de instrucciones. Y a lo largo de este año, su
intervención militar en Siria, las maniobras de sus aviones hasta puntos de la
costa atlántica europea (osados son, que pasaron cerca del Bilbao) o el oscuro
papel de sus servicios secretos en cada una de las filtraciones que ha sufrido
la campaña electoral norteamericana y en los colapsos y ataques cibernéticos, más
intensos y frecuentes que nunca en este año, han hecho que muchos ojos mirasen
a Moscú en busca de responsabilidades, que nunca han sido admitidas ni
reconocidas, pero que en el rostro de Putin se percibían en forma de
indisimulada sonrisa ante cada pregunta de los ingenuos periodistas
occidentales, cada vez más asustados. Son ya dos grandes países en el mundo, Rusia
y China, los que lanzan el mensaje, algo solapado, pero muy claro, de que el
liderazgo fuerte, la figura del hombre dirigente, y la opresión de las
libertades son lo mejor para el pueblo, que no necesita democracia alguna. Bajo
esta manera de actuar el uso de la fuerza, militar y de cualquier otro tipo, se
legitima por sí misma, y los intereses de la nación, usurpada en la práctica y
gestionada como una finca privada por parte del líder y su camarilla, están por
encima de todo lo demás. Frente a este discurso, que obviamente es falso y
dictatorial, se encuentran las dubitativas y desnortadas democracias, en las que
la población cada vez ve con más recelo el sistema político y siente que ni
colma sus aspiraciones de derechos ni le otorga el bienestar económico
prometido. La respuesta del “hombre duro” que traiga la tranquilidad y
prosperidad, ese mensaje que emana del Kremlin, se manifiesta en partidos
populistas de variado signo, pero igual y retrógrada ideología. Y las sospechas
de que Putin los ampara a todos ellos son tan intensas como preocupantes.
Fíjense que Trump cumple con
todos esos requisitos y bases ideológicas a las que antes me refería, si es que
a un sujeto como Trump se le puede catalogar ideológicamente de alguna manera. Su
idea de América primero, su concepto del poder como algo patrimonial, propio de
su familia y amigos, su mezcla entre negocios privados y presupuesto público,
su discurso soez, populista, retrógrado, duro y vociferante. Con formas
ruidosas y abruptas, Trump encarna el estilo Putin en la sociedad
norteamericana del espectáculo, y no resulta extraño que ambos personajes se
admiren mutuamente, dado que son muy similares. Ambos buscan su poder personal,
su enriquecimiento y, en el fondo, les da igual la nación que rigen, siempre
que resulte rentable para sus intereses. En sus manos estaremos a lo largo de
2017.
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