Dice la costumbre, no escrita,
que el premio Cervantes se otorga de manera alterna a escritores españoles y
latinoamericanos, tratando de hermanar ambas orillas en galardones, dado que ya
lo están en lengua. Tras la concesión del año pasado a Leonardo Padura, del que
nada había leído y 2016 me ha dado la oportunidad de enmendar en parte ese
error, ayer se conoció que el
galardonado de este año es Eduardo Mendoza, escritor barcelonés actualmente
afincado en Londres, autor de una extensa obra literaria, más pequeña en su
vertiente de teatro y poesía. Me encanta que se lo hayan dado, porque se lo
merece, y mucho.
Dos factores juegan en contra
para el reconocimiento de Mendoza como el gran escritor que es por parte de la
sesuda crítica y la intelectualidad. Uno es el hecho de que es un superventas.
Sus novelas se venden como churros, y seguro que es uno de los autores más
leídos en España, tanto por el hecho de que algunas de ellas estén recomendadas
como obras escolares como porque su público no distingue de edades ni clases
sociales. Es un autor famoso y con una obra muy famosa. El otro factor, aún más
grave si cabe, es que en su obra el humor es uno de los protagonistas más
importantes, y ya saben que el humor es visto por la crítica como un arte
menor, como algo que rebaja la calidad de una obra, sea literaria,
cinematográfica o de cualquier otro tipo. Y son precisamente estas dos
características, especialmente la segunda, las que le hacen ser merecedor de un
premio que parece diseñado tanto para él como para sus personajes. El humor de
Mendoza es fino, sutil, inteligente, corrosivo y lleno de matices. En muchas de
sus obras sirve como certero bisturí para desentrañar una sociedad que es mucho
más compleja y retorcida de lo que los medios y la imagen nos quiere hacer ver.
Su Barcelona cosmopolita mantiene un lumpen escondido que aflora en sus
escritos sin que haga falta rasgar mucho la superficie, y en su galería de
personajes, todos ellos geniales, ninguno imposible, encuentra uno retratos que
coinciden plenamente con personas que cada uno conocemos en nuestro día a día.
Mendoza es, en este sentido, un retratista social tan agudo como lo fue Galdós,
pero que baña en humor la crudeza del paisanaje que contempla. Como le comenté
a un jefe del trabajo hace una semana, hablando de los libros de Juan Marsé,
“Mendoza es como Marsé pero con gracia”. Y qué apropiado que esa obra reciba un
premio denominado Cervantes, autor de novelas en las que el humor tiene tanto
protagonismo. En el fondo El Quijote no es sino una novela de humor, la primera
de las novelas y la primera de las divertidas, en la que caricaturas de
personajes famosos e identificables en su época viven aventuras imposibles y
escenas que si a nosotros nos producen sonrisa en su tiempo debieron provocar
carcajadas y escándalo a pares. Un caballero iluminado que se enfrenta a gigantes
imaginarios y que es ridiculizado por nobles a los que finalmente demuestra su
valía es muy parecido a ese detective de Mendoza, que pasa temporadas en el
psiquiátrico, y que cuando sale de vez en cuando resuelve misterios cerca de
tocadores de señoras y lugares tan inapropiados para el hampa. Sus tácticas de
investigación son tan disparatadas como impropio es Rocinante para cabalgar,
pero ambos consiguen llegar a sus objetivos y, lo que es más importante, al
corazón del lector, al que arrebatan y, también, hacen reír de una manera,
sana, jovial y despreocupada.
No se si el jurado del premio habrá pensado en
ello, pero esta concesión a Eduardo Mendoza es, quizás, el mejor acto posible
para celebrar el 400 aniversario de la muerte del genial Cervantes, que se ha
cumplido en este 2016, y que ha tenido unos fastos bastante cutrosos en
comparación a los que ha podido disfrutar su coetáneo Shakespare, que ha visto
como medio mundo se volcaba en celebrarle mientras que aquí vivíamos de sainete
electoral, desgobierno y ausencia de festejos, presupuesto y convicción para
eventos literarios. Quizás todo haya sido una jugada, desde el más allá, del
genial Miguel, que ha escrito el capítulo de este año como una parodia de la
celebración literaria y que, para rematarlo, ha puesto la guinda de Eduardo
premiado para que las historia, como mandan los cánones, acabe con el aplauso
del público.
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