La demografía es una de las
ciencias a las que menos caso se le hace. En el Bachillerato y la Universidad
de la estudia en historia, y se asocia a épocas de alta mortalidad, pirámides
muy marcadas y lucha por la supervivencia. En nuestra época, en la que la vida
se da por segura y larga, hasta que deja de serlo, se la considera una rama del
estudio asociada a otros tiempos. Pero nada más lejos de la realidad. Sus
análisis son determinantes para la evolución futura de la economía, el diseño
de políticas públicas y su financiación y, desde luego, la gestión de una
sociedad y los valores que en ella anidan. Pues bien, desde hace tiempo los
demógrafos están aterrados.
Y lo están porque las cifras, que
no mienten, gritan a los cuatro vientos que nos morimos.
Este artículo publicado ayer vuelve a poner sobre la mesa cifras de escándalo.
La natalidad en España vuelve a situarse en mínimos históricos, con cifras de
8,79 nacidos por mil habitantes. No nacen niños, hoy lo hacen en la menor
cantidad medida desde que hay registros, y las tasas están muy bajas desde hace
décadas. A finales de los setenta estábamos en cifras del entorno de los 18
hijos por mujer, más del doble, y desde entonces no han dejado de caer. Hay
varios factores que explican este descenso, tanto sanitarios (derrumbe de la
mortalidad infantil y, por tanto, garantía casi segura de supervivencia de los
hijos que se tengan) y el revolucionado papel de la mujer, tanto por su
incorporación al mercado de trabajo como por el control de la natalidad
derivado del uso de métodos anticonceptivos. Pero no quiero escribir sobre el
porqué de estas cifras, cosa sobre la que hay muchos y muy buenos artículos por
ahí, sino sobre las consecuencias. Hoy en días las generaciones jóvenes son
aproximadamente la mitad de lo que lo eran en los años ochenta, y siguen
declinando. La edad media de la población española no deja de crecer y supera
ya los cuarenta años, y el colectivo de pensionistas y jubilados crece sin
parar, y más que lo va a hacer cuando se empiecen a jubilar en masa las
generaciones del baby boom del cincuenta y sesenta, las mayores que ha conocido
nuestra sociedad. Un nacido a mediados de los cincuenta llegará a los sesenta y
cinco años en 2020, y ese fenómeno estresará aún más a un sistema de pensiones
diseñado para unos tiempos de trabajo abundante y, sobre todo, muchos empleados
cotizantes frente a pocos receptores de pensión. Si el número de los primeros
no crece, o no lo hacen sus cotizaciones porque los salarios no aumentan, y el
número de jubilados sí aumenta, no quiero utilizar el término quiebra, pero el
resultado de hacer las cuentas se le parece bastante. Además, los efectos del
aumento de la edad media de una sociedad son mucho más profundos, dado que
supone un cambio de visión de la misma, de prioridades y decisiones. Los
presupuestos se volverán más conservadores para sostener cada vez a una población
más dependiente y la inversión en educación se verá reducida, quizás no en
importes absolutos, pero sí desde luego en su peso sobre el total, convirtiéndola
poco a poco en una partida menos relevante. El que la sociedad envejezca tiene
ventajas e inconvenientes, pero es inevitable que suponga un cambio respecto a
lo que estamos acostumbrados, y esto sucederá nos guste o no. Además, y esto es
lo más profundo, a la demografía le pasa como al Titanic, que aunque vea el
iceberg al fondo es un barco tan grande y pesado que no puede maniobrar con
agilidad suficiente para responder, debe empezar a cambiar de rumbo antes de
que aparezca el obstáculo para que tenga opciones de eludirlo. La inercia de
los procesos demográficos es enorme e intensa, y medidas que pretendan
revertirlos deben ser implantadas con intensidad, mantenidas mucho tiempo y a
sabiendas de que sus resultados se verán en el muy largo plazo. Todo ello es
aborrecible para una gestión política de corto plazo, que es el pan nuestro de
cada día.
Hay mucho escrito sobre este
asunto, quizás lo último sea el
libro “El muro invisible” del colectivo Politikon, lectura muy recomendable
donde se estudia la situación de las generaciones jóvenes en España desde todos
los aspectos posibles, con la demografía de fondo. Pero lo cierto es que este
fenómeno de envejecimiento, acelerado al extremo en España, se da en todo
occidente, frente a la pujanza de naciones como México, Indonesia, Nigeria, Pakistán
y otras que crecen a tasas enormes y que, en pocas décadas, contarán sus
habitantes por varios cientos de millones. Y contar habitantes es una forma de
medir poder político e influencia global. Esta es otra de esas variables que
juegan en estos tiempos de cambio para alterar el equilibrio, ahora
internacional, que hemos conocido durante décadas y que también se modifica sin
remedio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario