El incidente del metro de ayer me
impidió comentar el aniversario del día 11. En esa jornada, hace 45 años, en el
ejercicio en el que yo nací (vértigo me da recordarlo) la última de las
misiones Apolo logró su objetivo y se posó en la Luna. El comandante Eugene
Cernan y el piloto Harrison Schmitt se posaron en el satélite mientras Ronald
Evans los esperaba en el módulo de mando. Cernan falleció a principios de este
2017, y con su muerte se apagó una de las luminarias de aquella carrera
espacial que acompañó muchos de nuestros sueños de infancia. Buzz Aldrin sigue
vivo, y es de los últimos testigos de una época gloriosa y, dolor, efímera.
Quizás
por esa coincidencia escogió Trump (más bien sus asesores) el día 11 para el
anuncio de la firma de la orden llamada “Directiva 1 de política espacial”
en lo que es un acto político de, literalmente, altos vuelos. En el anuncio de
la firma Trump expresó su deseo de la próxima vuelta de astronautas
norteamericanos a la Luna y, posteriormente, en viaje a Marte. La comparecencia
tuvo cierto bombo, aire de propaganda y escasa sustancia, y la orden en sí es
un mandato a la NASA que más parece una declaración de intenciones que una
estrategia política o científica. No consta una asignación presupuestaria
asociada ni un plan detallado que ponga fechas, medios, recursos, estructuras y
personal al servicio del objetivo. Lo más probable es que estemos ante otro de
estos anuncios a lo Trump, en los que domina la escena y la cartelería
patriótica, sin que haya debajo de los mismos contenido alguno salvo carnaza
para tuiteros y periodistas alocados. Por ello, pese a mi fanatismo por la
carrera espacial, la cautela me puede, y no me hago ilusión alguna con las
intenciones expresadas por un presidente veleta que sólo tiene como objeto
montar bronca allá donde apunte con su fusil mediático. La NASA es un organismo
mastodóntico, que padece restricciones presupuestarias que van a más ejercicio
tras ejercicio, y que no tiene un rumbo claro en su política de astronáutica
tripulada desde la liquidación de la flota de transbordadores. El programa
Orion Constellation, surgido de la presidencia del segundo Bush, ya apuntaba a
un retorno lunar tripulado con cohetes más herederos del estilo Saturno que de
la tecnología del transbordador, pero la llegada de Obama a la Casa Blanca y al
crisis financiera dieron al traste con aquellas ideas y todo se vino abajo. Se decidió
diseñar un lanzador pesado, el SLS, con capacidad para metas lunares y
marcianas, pero sin un destino claro. El proceso de su construcción avanza, y
quizás en un par de años veamos sus primeros lanzamientos, pero resulta obvio
que a día de hoy la agencia no dispone de la tecnología necesaria para una misión
lunar tripulada, ni es previsible que la tenga en varios años, y varios aquí se
acerca a muchos. Por ello el anuncio de Trump puede servir para desviar
presupuestos de otras áreas hacia el destino lunar, y acelerar los plazos, pero
en ningún caso podríamos imaginar un viaje al satélite con el logotipo oficial
del gobierno norteamericano antes de cuatro o cinco años, siendo generoso. Una
derivada de esa afirmación es que a lo mejor el próximo alunizaje no lleva financiación
norteamericana. ¿Pueden los chinos ser capaces de mandar un astronauta al satélite,
que tome suelo en él, y que vuelva? Hay muchas dudas al respecto, dado el
secretismo de Beijing sobre tantos temas, pero no es descartable de ningún
modo, y quizás la decisión de Trump esconda el miedo de que EEUU sea adelantado
en su posición preminente en el espacio, amenazada ya desde hace mucho, lo que
supondría, en esta dimensión, un nuevo ejemplo de la ascendencia del poder
chino frente al norteamericano, en supuesta decadencia.
Otra derivada de este asunto, muy
importante y novedosa, es que quizás el próximo vuelo lunar sí lleve la bandera
de las barras y estrellas pero no el logotipo de la NASA. Los planes de Elon
Musk con su Falcon Heavy apuntan al satélite como vía para llegar a Marte, y
supuestamente a principios del año que viene, con retardo respecto a lo
esperado, tendremos el primer lanzamiento de prueba de ese cohete que, por
capacidad, si puede llevar una tripulación hasta la Luna. La iniciativa
privada, actor que no existía en el pasado, puede ser el ganador inesperado de
la batalla lunar, lo que sería revolucionario y, para Musk, el mayor golpe de
marketing imaginable. Puede que acelerar los plazos de todos los actores involucrados
sea el mayor de los logros del anuncio de Trump. Veremos a ver qué es lo que
acaba pasando.
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