Si algo nos ha dejado claro ya
Donald Trump es que es imprevisible y no convencional. Estarán encantados los
amantes de las sorpresas y aquellos que reniegan del tacticismo y la parsimonia
política habitual, alabando el comportamiento de la fiera Trump completamente
desbocada. Como un niño al frente de la juguetería, fracasan uno a uno todos
los intentos de poner vigilantes y moderadores que controlen sus actos, y no
deja el crío de desordenar estantes, abrir paquetes y descolocar referencias,
dejando la tienda completamente desordenada y patas arriba. Parece que no le
importen las consecuencias de sus actos.
La
decisión de Trump de reconocer a Jerusalén como capital oficial de Israel y la
orden de trasladar allí la embajada desde Tel Aviv es algo que se
barruntaba desde hace tiempo, y que venía en el programa electoral del magnate,
por lo que el anuncio es, vaya vaya, una nueva promesa cumplida por parte del único
que no hubiéramos deseado que ejecutase su programa electoral. En este espinoso
asunto EEUU ha actuado con hipocresía táctica, si se me permite la expresión.
Ya en 1995 aprobó una ley que instaba a dar a Jerusalén el estatus oficial,
pero ningún presidente desde entonces la ha llevado a la práctica, tanto por el
miedo a disturbios en la zona como por la sensación, certera, de que un
movimiento de este tipo colocaría a EEUU en una posición de clara parcialidad,
casi irreversible, arruinando su papel de mediador en unas posibles
negociaciones palestino israelíes, que son siempre uno de los temas de la agenda
presidencial de la Casa Blanca, especialmente durante los segundos mandatos.
Todo el mundo en Washington tenía claro que el estatus de Jerusalén, tres veces
santa y tres veces odiada, debía ser fruto de un acuerdo mucho más amplio entre
los representantes de Israel y Palestina, y que llegado un día en el que la
solución de los dos estados fuera posible, la administración de la ciudad quizás
fuera compartida, o sostenida por una entidad internacional que garantizas el
derecho de ambos, en acuerdo con los cristianos, para el uso de los santos lugares
y los demás espacios urbanos. También tenía más o menos claro todo el mundo que
Jerusalén sería lo último que, de existir ese ansiado acuerdo, se negociaría,
porque ahí sí que las posturas son tensas e irreconciliables, dado que se llega
al punto mollar de las creencias religiosas mutuas, y por lo visto excluyentes.
Y si cada parte siente que Dios, su Dios, el único y verdadero, está de su
parte, y ese Dios pasó una temporada entre esas piedras y muros, la posibilidad
de acuerdo se antoja más como un milagro que como otra cosa. Por ello EEUU, a
lo largo de estas décadas, en una política de tira y afloja con Israel de cara
al freno de los asentamientos y de nula relación con las facciones islamistas
terroristas de los palestinos, nada ha dicho de la sacrosanta ciudad, para
evitar meterse aún más en un embrollo del que difícilmente podría salir. Cuando
ya en campaña Trump anunció que tomaría esta medida surgieron muchas voces en
los países occidentales, y más en EEUU, para que no la llevara a cabo, porque
sería un gesto unilateral peligroso que, muy probablemente, no iba a contribuir
a solucionar problema alguno, sino más bien a agravarlo. Pareció por un momento,
al poco de llegar el magnate al poder, que la agenda interna y el desprecio por
las cuestiones internacionales iban a tener aparcado el tema de Oriente Medio durante
bastante tiempo, pero ha resultado que no, que Trump y algunos de sus asesores
lo estaban estudiando. Hace pocos días el rumor tomo fuerza y ayer se hizo
realidad.
¿Y ahora, qué? A saber. Trump
utilizo ayer en su comparecencia una expresión que se atribuye a Einstein (pobre
Albert, quiénes osan a mencionarte) afirmando que tras décadas de políticas inamovibles
que no han servido para nada es hora de cambiar algo para provocar nuevas
reacciones. Es de suponer que la tensión en la zona crecerá, y que habrá
disturbios, pero se me antoja casi imposible estimar su intensidad y alcance.
La decisión también supone otro baldón para un Departamento de Estado que, tras
la llegad de Trump, está en franco retroceso global, con un Tillerson al frente
cuya dimisión o cese se comenta todos los lunes y viernes, pero que no pinta nada
de nada en las decisiones políticas de su jefe. La diplomacia norteamericana,
poderosísima, hace aguas y se deshace justo cuando más se la necesita.
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