Al poco de que llegara ayer por
la noche a casa saltó la
noticia, inesperada, de la muerte de Manuel Marín, y ya se me amargó lo que
quedaba de día. Marín falleció a los 68 años, muy joven, por un cáncer de
pulmón, que yo desconocía que padecía desde hace algo más de dos años. Las
últimas veces que le vi en entrevistas y actos ya estaba enfermo, pero pese a
ello mantenía una entereza y porte propio de quien se sabe ocupado y con un
destino. Los últimos años de su vida laboral los dedicó a la fundación
Iberdrola, lejos de la política, a la que todo lo dio y de la que no recibió
los elogios y parabienes que merecía.
En un país de prisas,
cortoplacismo y bronca, Marín era un hombre de luces largas y visión amplia. Y
en una nación cerrada y centrada en sus menudencias, Marín era un hombre
volcado en Europa, en la construcción de un continente, de una
supranacionalidad que nos acogiera y diera la estabilidad y paz que nunca hemos
podido lograr los europeos en solitario, cada uno por nuestro lado. Afiliado al
PSOE desde los setenta, pero siempre partidario más de una visión política que
de unas siglas de partido, es nombrado secretario de estado para las
comunidades europeas, que así se llamaba por aquel entonces la UE, con la
llegada de Felipe González al gobiernos. Desde entonces se desvive en el
proceso negociador que culmina con nuestra incorporación al club comunitario,
en un acto de firma que, por así decirlo, vuelve a integrarnos en la
modernidad, en la Europa que abandonamos muchas décadas atrás y que, Aleluya,
nos volvía a acoger. Tras esa firma Marín sigue volcado en las relaciones con
la Unión, y empieza una carrera de puestos de responsabilidad en las
instituciones comunitarias que le lleva a ocupar el rango de vicepresidente de
la UE, el cargo más importante que un español ha ocupado jamás en la historia
de la Unión. Y no lo obtuvo por una cuota de territorios o negociaciones de
poder, no, sino por su capacidad de trabajo, de dedicación, de profesionalidad
absoluta y desinteresada hacia un proyecto que él veía como la culminación, el
sueño que permitía escapar de la pesadilla que relata Zweig en sus memorias, la
de una Europa destruida por sus egoísmos. El servicio público al ciudadano y la
búsqueda de su mejora es, en todo momento, la meta de Marín, y eso lo
convierte, día a día, en un político cada vez más extraño en el mercadeo
patrio, en el que las afinidades a la siga, a “los míos” están por encima de la
verdad, la eficiencia y el servicio. Vuelve a la política española y con la
llegada de ZP al poder alcanza el rango de Presidente del Congreso de los
Diputados. Lucha día a día para modernizar la cámara, implantar costumbres
europeas en los modos, maneras e instrumentales, pero choca con la realidad de
una política de frentes, cainita y antediluviana. Poco a poco es sólo su
autoridad moral lo que le permite sobrevivir en ese circo de fieras, dado que
los suyos y los otros le tratan cada vez peor, y llega un día en el que, viendo
cómo ha fracasado su proyecto de reforma del reglamento de la Cámara y que su
soledad es manifiesta, deja el cargo con el final de la legislatura y anuncia
el abandono de la política como profesión. Desde
entonces se embarca en una aventura en la empresa privada, Fundación Iberdrola,
callada, silenciosa, nada vistosa, centrada en labores culturales, de
restauración de patrimonio y de iluminación de monumentos. Concede entrevistas
en contadas ocasiones y su voz, siempre clara y lúcida, anuncia los tiempos
populistas que se avecinan. Ve llegar antes que nadie la sobra de un referéndum
en el Reino Unido y confiesa sus temores ante un futo incierto, que la muerte
le impedirá contemplar.
Cuando pocos creían en la Unión y
en ese futuro compartido, Marín se dejó la piel para crear instituciones y
reglamentos que le dieran cuerpo, solidez y tarea. Puso en marcha programas
como el Erasmuas, sabedor de que no hay unión sin que los ciudadanos compartan
sus vidas y se unan en proyectos comunes y tangibles. Su vocación le dio un
trabajo inmenso y muchas veces silencioso, pero es uno de los hombres que más
ha logrado cambiar, y a mejor, la vida de todos los españoles y el conjunto de
los europeos. En tiempos de mentiras, populistas, mensajes falaces y
nacionalismos, su pérdida aún es más dolorosa. Nos queda a todos el ejemplo que
nos dio. Y “gracias” es una palabra que se queda muy corta para reconocer su legado.
Un fuerte abrazo a los suyos. Descanse en paz.
En esta caótica semana mañana y
el viernes es fiesta, pero el jueves trabajo, por lo que habrá artículo. Descansen,
abríguense y si viajan, mil ojos en la carretera
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