Una de las pesadillas, o al menos
así la siento, que tenemos los que vivimos en ciudad y dependemos del
transporte púbico es que falle, que desaparezca, que se anule, que por averías,
huelgas, accidentes o imprevistos el servicio “no se preste con normalidad” y
eso nos impida movernos. Las ciudades grandes son, sobre todo, grandes, y uno
se da plena cuenta de ello cuando, en algún transporte, se pone a pensar en las
distancias que se recorren entre uno y otro punto, distancias que se miden en
decenas de manzanas, kilómetros y kilómetros. Difícilmente abordables si no se
afrontan como reto deportivo. Insalvables ante ciertas cargas o edad.
Hoy esa pesadilla se ha hecho
realidad en parte. Al llegar a la boca de metro he visto que un cartel bloqueaba
los tornos avisando que el servicio en la línea 9, que es la que sirve a mi
barrio, estaba suspendido en la mayor parte de la misma, y desde luego en las
estaciones que me son útiles, por causas técnicas, durante más de una hora. No
se cuáles serán esas causas ni qué las ha originado, pero lo cierto es que el
servicio no existe, y eso poco después de las siete de la mañana camino del
trabajo supone, sobre todo, un gran problema. En mi zona el servicio de
autobuses urbanos es débil dado que el metro absorbe la mayor parte de los
viajes, y en ocasiones como estas su debilidad es total. Dejando la boca del
metro, convertida esta mañana en monumento decorativo, me he dirigido a la
parada de autobús más cercana a mi casa, esperando la línea que pasa por allí
que, en su término, cruzando la M30, alcanza una plaza que posee líneas de
metro. Al poco de estar esperando me he preguntado si hacía bien en estar ahí
quieto, con una temperatura gélida, o hubiera sido mejor salir andando desde un
principio camino al centro. Como el tiempo pasaba me autoconvencía de que había
hecho bien esperar, y así hasta que ha llegado el autobús, atestado, y no ha
parado en mi marquesina porque allí no podía entrar más gente. Visto el error
de mi espera, me he puesto a caminar hacia el centro, en un viaje en el que he
ido surcando paradas de autobús colapsadas en las que decenas de personas
hacían colas y algunas unidades pasaban, repletas, incapaces de parar para
acoger a más viajeros. Resulta evidente que el corte ha cogido desprevenido al
servicio de la EMT y no ha puesto un refuerzo en las líneas que, en superficie,
se han visto afectadas, por lo que se ha vuelto a demostrar que hablamos mucho
de bg data, Smart cities y otros conceptos novedosos pero que a la hora de la
verdad los viejos problemas siguen causando las viejas consecuencias. Visto lo
visto me he convencido de que los autobuses ya no servían de nada y he optado
por caminar hasta la estación de metro de la línea 6 que está más cerca de mi
casa, en un paseo de un poco menos de dos kilómetros desde el punto en el que
lo he emprendido, bajo un cielo negro y frío como el sólo, y en compañía de una
multitud que llenaba las aceras por momentos y vadeaba las montañas de hojas
dejadas por el temporal del fin de semana. Muchos de los caminantes éramos
novatos, domingueros de entre semana, impelidos al paseo por la necesidad y no
por la afición, presurosos ante un reloj que avanza y un amanecer que quería
despuntar, en medio de un tráfico espectacular que dejaba una M30 convertida en
un rosario de luces rojas de subida y blancas de bajada que parecían un
rosario, o guirnaldas navideñas extendidas a todo lo largo que la vista podía
abarcar. Eso sí, supongo que carentes de jovial espíritu festivo.
Llegar al metro ha sido una
liberación, tanto para mis pies como para el rostro, entumecido por la sesión
de frío prolongado que no tenía previsto recibir. En la parada carteles y
personal de metro avisaban que la línea 9, que también pasa por allí, no ofrecía
servicio y que la gente debía evitar sus pasillos y andenes. Llegar un andén
diferente, en el que al poco ha acudido un tren, ha sido una sensación de liberación,
y los apretones del viaje han ejercido de cálida manta que arropa en exceso
pero que abriga y calienta como ella sola. Con más de media hora de retraso
sobre lo habitual, he llegado a la oficina, ya de día, como si estuviera en
febrero avanzado y los amaneceres ya se hubieran comido una parte de la
oscuridad invernal, pero con el recuerdo de los caminantes improvisados, y del
caos de una mañana no prevista.
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