Desde hace tiempo lo de irse de vacaciones se ha convertido en otro ámbito de competencia entre las personas. Se hacen planes, conjuntos o individuales, en los que prima conocer algo de lo que interesa, visitar y, desde luego, tratar de epatar a los demás con lo que se ha hecho. No le encuentro sentido, pero así es. El estallido de las redes sociales ha disparado este fenómeno hasta límites inimaginables, de tal manera que ya son un grupo muy significativo el que escoge sus destinos de ocio en función de lo que ve en las redes y en cómo creen que quedan en ellas las imágenes del lugar buscado. Es una búsqueda del trofeo en toda regla.
De hecho, muchas de esas vacaciones son la caza de los lugares que se señalaron como obligatorios en el tiempo de la preparación. Como si fueran metas volantes, el turista acude a cada uno de los hitos que su prescriptor en redes le ha señalado como obligatorios y los va cosechando, con la imagen de rigor (bueno, las cientos de ellas) y así de escala en escala. La caza de la pose se convierte en un objeto en sí mismo, y no hay caza real se no se publica en la red el triunfo logrado. Se dedica bastante más tiempo a la selección y edición de la imagen que a la estancia en el lugar y la toma de la misma, y las vacaciones de no pocos se acaban convirtiendo en un agotador trabajo de autopromoción personal que no deja lugar al descanso, imaginación o disfrute. Pensará usted que estoy exagerando, pero créanme que esto que describo es una realidad, no mayoritaria, pero sí muy presente. El postureo, palabra que encaja como un guante en este comportamiento, es un término que define perfectamente esta forma de vivir las vacaciones y, también, la vida. ¿Existía este fenómeno antes de la eclosión de las redes? Sí, y todos tenemos en mente aquellos chistes de Forges en los que el cuñado llegaba con los álbumes de fotos de su estancia en Matalascañas y amenazaba a toda la familia con una amena sesión de visionado. Los había incluso que usaban carretes de diapositivas y se compraron el carro para poder proyectarlas, en un ejercicio de presunción vacacional que dejaba muchas preguntas en el aire sobre el estado mental de quien organizaba aquellas sesiones. Claro que el fenómeno existía, pero su alcance era mucho más limitado, y para escaquearse de ello bastaba con aducir una indigestión en la tarde en la que todos estaban citados en el salón donde se proyectaban las vacaciones de la vida de Hermenegildo, y así dejar que el momento se consumiera. El que portaba los álbumes y los sacaba varios días por si acaso para pillar hasta el último de los familiares o amigos era más difícil de evitar, pero bueno, un rato de evasión con él el trance pasaba. Ahora no. Salvo que uno no esté metido en el mundo de las redes, las posibilidades de encontrarte con el relato fotográfico de las aventuras de todos aquellos a los que conoces, y a los que no, son elevadísimas. Hay redes, como Instagram, en la que no estoy, que si en su uso convencional son el sumun de la presunción y postureo en verano alcanzan cotas dignas de estudio psiquiátrico. Uno puede darse una vuelta por ellas y contemplar miles y miles de imágenes colgadas por miles de personas que se sitúan frente al mismo monumento, pongamos la romana Fontana di Trevi. Hay escenas en el agua, frente a los chorros, junto al vaso que contiene el agua, tirando la moneda, metiendo la mano en la lámina de agua… todas las posibles interacciones entre humanos y el monumento que usted pueda ser capaz de imaginar están retratadas una y mil veces, por miles de personas distintas de todas partes del mundo. Es imposible ser original. Pero, pese a ello, son cientos los que cada día lo intentan, inmortalizan y publican. No acabo de entenderlo, pero el fenómeno existe.
En las dos semanas de vacaciones que he tenido, partidas justo por la mitad por un accidente doméstico de mi madre, el plan inicial era escaso, y el resultado ha estado acorde a lo previsto. Huno un día de playa en una jornada radiante desde el orto hasta el ocaso, que no han abundado. Mucho paseo para ver obras de la Alta Velocidad en los alrededores del pueblo, y, en general, por caminos cercanos. Cafés contemplativos y charlas con algún buen amigo, de los pocos que se han quedado en el pueblo en un agosto de desalojo completo de los locales y de marcada presencia de turistas. No hay escenas en estas semanas dignas de Instagram, ni falta que las hace, añado.
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