Más allá de las palabras, tratados y acuerdos, los gestos. No es necesario leerse páginas farragosas para detectar, con una sola mirada, en la cara del interlocutor las perspectivas de una relación o una situación de incomodo. Podemos hacer el mejor de los discursos, el más sentido, si para ella no somos nada, o casi nada, de poco valdrán las palabras. Esto se da en las relaciones personales y, desde luego, en la diplomacia entre naciones, porque ese arte de las relaciones estatales es ejercido por personas, con sus flaquezas, orgullos, valías y debilidades. En el fondo, el cortejo amoroso y la redacción de tratados comerciales o de paz comparten un origen similar.
Si la situación de la presidenta de la Comisión Von der Layen era embarazosa durante su encuentro con Trump, la que se pudo ver ayer del primer ministro británico Stammer resultó, directamente, sonrojante. Trump, el visitante, en su club de golf escocés, hacía de anfitrión al primer ministro del país en el que se encontraba. Pocas formas hay más claras de decir hasta qué punto uno considera subordinado al otro. En las muchas escenas que se les vieron juntos, compartiendo un tiempo de varias horas, Stammer mantenía una pose sonriente y cordial, pero quería adivinar uno un deje de malestar, de sentirse desubicado. Él, laborista, pero Lord británico, tratado como invitado, como personal de servicio al que se le permite acceder a la casa del dueño de la finca para que disfrute de una tarde de ocio, a sabiendas de que mañana volverá a su chamizo y lo que hoy es techo se volverá a convertir en cielo inalcanzable. Para los británicos, clasistas profundos, estas relaciones estructuradas entre clases sociales son parte de las reglas de comportamiento que aprenden desde niños, y les han sabido sacar un enorme partido en todo tipo de producciones para el cine y la televisión, que se degustan en medio mundo sin apenas rascar en la profunda injusticia que destilan. Trump es norteamericano, de una nación que se creó como reverso de la jerarquía cerrada británica, como opuesto a su monarquía y corte, pero se siente como el emperador del mundo, y le gusta ejercer como si lo fuera. Encaprichado hasta el extremo, ególatra máximo y con un comportamiento infantil desmesurado a la hora de coger las cosas que cree que son suyas, Trump va por el mundo deseando ser servido y dejando claro que él es el primero en todas partes. ¿Cómo se iba a rebajar a una vista de estado a Reino Unido, a ese país de cortesanos que no es sino una mota de polvo frente a su imperio americano? ¿Cómo iba a caer en la ordinariez de visitar Bruselas, que no sabe ni dónde está, para discutir con una mujer sobre aranceles? No, ni hablar. Les concedo a todas estas naciones menores que me perturban el privilegio de acercarme a ellas, de cruzar el Atlántico para estar junto a sus territorios, pero nada de someterme a protocolos y ordenanzas que no sean las mías. Me quedo en mi finca privada, donde soy rey señor, donde ejerzo de terrateniente y de presidente, y desde allí estoy dispuesto a recibir a los mandatarios que se tercie, a dispensarles algo del valioso tiempo que tengo destinado a jugar al golf, para escuchar sus opiniones y súplicas, y tras ello, hacer lo que me plazca. La ordinariez del comportamiento mostrado por el mandatario norteamericano estos días alcanza un punto difícilmente imaginable, pero no es sino una muestra perfecta de la personalidad del sujeto y del aprecio que nos tiene (nulo). Para él Europa es un incordio, un problema, una antigualla, una rémora, una petardez, un lugar dividido lleno de sujetos débiles que se quejan y emiten normas para regular cosas. Un lugar atrasado, un espacio lleno de cosas viejas para ver pero sin interés alguno. Una realidad que, geopolíticamente, no cuenta, está superada, es débil e indefensa, y debe ser tratada con el desprecio que se merece.
Y resulta que a esta visión, que creo que es la que domina en la mente del personaje y la corte de pelotas que le sigue en su movimiento, vamos los europeos y contribuimos plenamente a fortalecerla, al prestarnos sumisos al ejercicio de humillación que ha supuesto no sólo el tratado comercial firmado, que también, sino las formas y modos que antes les comentaba. En el único campo en el que la UE tenía un poder relevante para hacerle frente a EEUU, el comercial, hemos optado por la retirada como estrategia. Ahora mismo los de MAGA no hacen sino carcajearse de lo que ha pasado “allí, donde los viejos europeos” y nuestra irrelevancia global ha quedado certificada ante el mundo.
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