Entretenidos como estamos en la disputa de corruptos de nuestro cutre patio nacional no prestamos atención a lo que sucede fuera, y no hay que irse muy lejos para ver cosas que nos debieran hacer pensar. Basta, después de echar un vistazo a la etapa del día del Tour, pensar en el ajardinado país vecino y hacerse una idea de las propuestas de recorte que el primer ministro Bayrou presentó la semana pasada, con el objetivo de reducir en 40.000 millones el importe de gasto público, actualmente desbocado, en una nación rica, pero bastante menos de lo que ella misma cree.
La economía francesa es un caso especial dentro de las occidentales. Es, probablemente, la más centralizada y la que presenta una mayor proporción de gasto público sobre el PIB, superando ampliamente el 50%. París es un el corazón, cerebro y músculo del mayor país en extensión de la UE y de lo que antaño fue una potencia global, ahora en declive. Su peso en el contexto internacional declina año a año, pese a los constantes esfuerzos que hacen los presidentes de la república por aparentar ser líderes globales (sí, la ampulosidad de los salones en los que se pasean les da empaque), su idioma hace tiempo que dejó de ser lengua franca global, habiendo sido superado ampliamente por el español, por ejemplo, y la competitividad general de la economía francesa deja mucho que desear, poseyendo grandes empresas de alcance global pero mostrando una cuota de mercado internacional que se erosiona sin freno. Las finanzas públicas, como las de la mayor parte de los países occidentales, dan miedo, con déficits presupuestarios año tras año y un volumen de deuda pública que no deja de crecer. En todas esas ratios está peor que nosotros, que no estamos bien. La prima de riesgo de la deuda francesa ha superado a la española desde hace ya algún tiempo, y la sensación de que una posible crisis fiscal en el euro pueda surgir allí es uno de los temores recurrentes de muchos analistas. Las prestaciones sociales siguen siendo más generosas que en otras naciones y el proceso de envejecimiento, aunque más lento que en el resto de la UE al mantener un mínimo saldo vegetativo positivo, se nota cada vez más. Y todo con la sabida inestabilidad política que se lleva ahora tanto en nuestras naciones, para desgracia de todos. Bien, en este contexto, y con la idea principal de controlar el crecimiento de la deuda y dar una señal a los mercados que le prestan el dinero a “Marianne” de que se va a poner seria, el gobierno francés ha presentado un conjunto de medidas de recortes sociales, reformas y redistribución de partidas de gasto, que ha soliviantado a media clase política gala y promete, tras el verano, un otoño caliente de manifestaciones y protestas, que ya se sabe la querencia de los galos a la bronca callejera, por mucho que su pastelería, moda y estilo de vida estén llenos de sofisticado encanto. Las medidas aumentan el gasto en una partida, defensa, en la que Francia posee no pocas empresas de carácter estratégico, por lo que ese aumento de gasto puede ser visto como un paquete de estímulo para la economía nacional y un intento del equipo de Macron de que la industria de defensa gala tome algo del relevo que los EEUU dejan con su actitud despectiva respecto a la UE. Que la asunción de capacidades estratégicas de defensa de la UE se traduzca en empleos e inversiones en Francia es uno de los sueños del Eliseo. El resto de las ideas, más o menos las habituales en los paquetes de austeridad. Recorte de prestaciones, congelación de sueldos públicos, reducción de inversiones no esenciales… seguro que les son familiares, pero hay una que ha llamado mucho la atención, y es la propuesta de suprimir dos festivos en el calendario laboral, de tal manera que se conviertan en laborales ordinarios y, así, la productividad del país crezca. Es algo bastante novedoso y que ha delado descolocado a muchos.
¿Es una buena idea? Dado que las naciones asiáticas trabajan mucho más que las occidentales, y que el esfuerzo del ciudadano occidental está en retroceso frente a la competencia china o coreana, no es un disparate proponer algo así. También tiene sus contras, y más en una nación en la que el turismo es una de las mayores industrias (por ahora Francia sigue siendo el país más visitado del mundo, con unos cien millones de turistas al año). Póngase en el papel de los franceses, mire nuestras cuentas públicas, no buenas, y piense. ¿Cómo respondería si nuestro gobierno, este o cualquier otro, propusiera eliminar dos festivos? ¿Cómo se lo tomaría? ¿Qué haría? Creo que no tardaremos en ver propuestas similares en otros países de la UE. ¿Llegarán hasta aquí?
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