A estas hora parece que lo peor del huracán Gustav ya ha pasado sobre la maltrecha y asediada Nueva Orleáns. Convertido en una tormenta tropical una vez que se ha adentrado en las tierras de Louisina, Gustav ha creado una atmósfera de pánico nacional en los Estados Unidos, pánico que forzó la evacuación de la ciudad y, quizás por ello, el escaso número de víctimas que se llevan contabilizadas en las calles, cerca de siete muertos. Ahora se dice que Gustav no era tan fuerte como se temía, y de ahí su escaso poder mortífero. Discrepo. Si no ha muerto mucha gente es porque no había gente para morirse. Ya se habían ido.
Y eso, el hecho de desalojar una ciudad moderna, ya es noticiable. Hace tres años, cuando el Katrina inundó la ciudad y anegó a la presidencia de Bush, se acusó con toda la razón a las autoridades de imprevisión, de dejar a la población a mercede de las inclemencias, y todos vimos las consecuencias que aquello trajo. Esta vez se ha optado por el remedio brusco, sacar a toda la gente y así minimizar los daños. Se habla de más de dos millones de evacuados en apenas un par de días. Imaginemos que en España pretendemos desalojar la provincia de Valencia, cuya población según el INE alcanza casi los dos millones y medios de habitantes. Toda la provincia, toda esa gente saliendo en coche, huyendo hacia el interior del país. No me imagino la escena, pero sería similar a cualquier película de catástrofes que tantas veces hemos visto en el cine. Si en una operación salida de fin de semana asistimos a unos atasco considerables sin motivo alguno en ocasiones ¿Qué veríamos en esta ocasión? Colas, desesperación, nervios, angustia, y una percepción de impotencia absoluta, como salida de una pesadillas del pasado. La gente en sus coches conectaría sus Ipods, GPS y demás parafernalia modernísima, y se preguntaría, en su fuero interno, que es lo que les separa de los humanos, que, hace cientos de años, vivían a merced de los elementos. De hecho con el Katrina, viendo la destrucción y los muertos flotando en el agua en medio de las barriadas, me daba la sensación de estar viendo no una película futurista, sino el asistir como espectador a una catástrofe bíblica, de la antigüedad, cuando las ciudades quedaban arrasadas por crecidas, inundaciones y plagas, y se abandonaban, y siglos después sus restos eran descubiertos por excavadores y arqueólogos variados. Era deprimente ver como siglos y siglos de progreso técnico y social caían anegados bajo la más absoluta ineficacia de una administración, local o federal, no importa, que no quiso o no supo ver lo que se le venía encima, y que cuando ocurrió tardó un tiempo imperdonable en reaccionar, ofreciendo una de las imágenes más deplorables que han mostrado los Estados Unidos en años. En esta ocasión se han curado en salud, tanto la alcaldía como el Gobierno de Washington, con un George Bush acudiendo al centro de control de Austin, Texas, y dando imagen de ser un presidente sólido, justo cuando su mandato se agota definitivamente.
Puede que en el exterior a Bush se le critique mucho por la guerra de Irak y por todo lo que ha traído, pero me da la sensación de que una de las cosas que los americanos difícilmente le perdonarán alguna vez será el haber permitido que unas escenas dignas de Somalia, Eritrea o Bangla Desh se pudieran dar en el sur de su país. En esta ocasión el miedo preventivo ha funcionado y se ha evitado el desastre, pero habrá que estar atentos a las nuevas tormentas que se están formando en el Atlántico y Caribe, aunque es muy improbable que alguna de ellas vuelva a impactar este año sobre Nueva Orleáns.
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