Ayer 20 de Enero, se cumplió un año desde que Obama juró su cargo ante el Capitolio frente a una multitud enardecida y con todos los ojos del mundo puestos sobre él. Hoy se multiplican los balances que tratan de saber si ese año ha respondido a las expectativas o no, y como envenenado regalo de aniversario, la derrota demócrata en las elecciones de Massachussets viene a recordar que Obama no sólo es humano, como algunos habían olvidado, sino que su proyecto corre riesgo de naufragar.
Si ponemos el listón en las infinitas expectativas que se desataron a su llegada a la presidencia, es obvio que Obama ha fracasado, como lo hubiera hecho igualmente Buda, Cristo, porque pedir imposibles genera decepciones. Si comparamos de donde venimos la presidencia norteamericana ha resuelto algunos problemas, se ha encontrado con que otros son más complejos de lo previsto y en algunos casos directamente no ha sabido que hacer. Por poner un ejemplo interno del país, el debate sobre la reforma sanitaria, en el que fracasaron los anteriores presidentes demócratas, empezó con mucha fuerza pero ha ido reduciendo su ambición y dimensiones en aras de ser aprobado, en un interesante ejercicio práctico que demuestra como la política es el arte de lo posible. Pos cierto, la citada derrota de Massachussets complica mucho la mayoría demócrata en el Senado y puede ser un grave problema de cara a aprobar esa reforma y otras normas importantes. En cuestiones internacionales Obama se ha encontrado que la teoría del diálogo no funciona ante sátrapas como Chávez o Ajmadineyad, y menos aún ante Al Queda y la guerra de Afganistán. Hubo suerte en el intento de atentado de Nochebuena en Detroit y gracias a ello ahora no tenemos una nueva guerra en marcha en Yemen, pero puede ser mera cuestión de tiempo. Los socios de Obama, europeos principalmente, alaban mucho su política y carisma, pero Estados Unidos obtiene de ellos tan poco como cuando recibía collejas en la frente de Bush. Poco a poco Norteamérica vira y pone sus ojos en China, principal socio y rival en lo económico, y potencial contrincante en todo lo demás. Quizás sea la sunción de ese liderato global compartido por los dos países y su puesta en práctica ante el resto del mundo lo que más me ha llamado la atención durante este año de política exterior americana. El otro inmenso reto al que se enfrenta la administración demócrata es la crisis económica, y su gestión, y el que el paro no deje de crecer es probablemente lo que más popularidad le ha podido restar en este tiempo, situándolo ahora un poco por debajo del 50% de aprobación. Las intervenciones bancarias, los planes de estímulo y otras medidas no logran remontar el empleo en los EE.UU. mientras que los bonos de los ejecutivos financieros no dejan de crecer y el agujero que separa los intereses de Wall Street (las finanzas y empresas) y Main Street (la política y necesidades del ciudadano norteamericano) se ensancha sin remisión.
No nos engañemos. Es este asunto de la crisis, y el que EE.UU. logre salir de la misma, lo que va a marcar la presidencia de Obama y medirá su grado de acierto o fracaso, que se enfrenta a una dura prueba en las elecciones parciales de Noviembre de este año. Por de pronto en pocos días asistiremos a la renovación en su cargo (o no) de Ben Bernanke como presidente de la Reserva Federal. Si es renovado Obama habrá ganado una batalla, pero si es destituido su presidencia sufrirá un duro golpe interno, y no está ahora en las mejores condiciones posibles para soportar un envite de esas dimensiones.
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