A todos nos va a llegar nuestra hora, el momento en el que abandonaremos este mundo, y lo sabemos, es una de nuestras condenas en al vida, quizás la mayor. A veces ese final llega de manera controlada. Enfermamos, degeneramos, nos hacemos viejos, y poco a poco nos acercamos al final. Otras es de improviso, con accidentes, o asesinatos, pero en general sin que nos hayamos preparado para ese momento de la muerte. Ayer en Haití nadie estaba preparado para lo que sucedió.
Hay muchas imágenes en los periódicos y en Internet de lo que allí ha sucedido. Por ahora son confusas, y muestran cascotes, ruinas y gente desesperada. La información llega desde el país caribeño con cuentagotas y de una manera muy fragmentada, por lo que habrá que esperar algunos días que el personal de los medios de comunicación pueda acceder a Puerto Príncipe y sepamos así como está realmente la situación, pero de momento vivimos gracias a las fotografías. Entre las muchas que existen yo me quedo con la que hoy es portada en El País, en la que se ve a un joven que trata de salir de los escombros en los que, probablemente, se ha transformado su hogar. Algo difuminados, y cubiertos de polvo y sangre, se ven las espaldas de algunos voluntarios, quien sabe si amigos, familiares, vecinos.. en todo caso supervivientes, que tratan de quitar los escombros que se intuye cubren las piernas de la chica. Ella también tiene polvo y suciedad en todo su cuerpo y cara. Los pelos, un conjunto de rastas típicas de la región, aparecen sucios, desordenados, y con toques blancos en medio de ese color granate de gena. Se nota que en al imagen hay prisa, inquietud, urgencia por desenterrar a la chica, que quién sabe si tiene algún miembro roto, probablemente si sufra de fuertes dolores, aprisionada entre cascotes, contenta por estar viva, pero alarmada, desconcertada por lo que ve a su alrededor. Puede que estuviera en casa pasando un rato, en su cuarto leyendo, o mirando cosas en el ordenador. A lo mejor eso era una escuela, en la que estaba estudiando o tomando algo con algunas amigas, o charlando en los pasillos. A lo mejor es una tienda, y la chica había ido de compras para comer algo o a mirar unos escaparates. Fuera lo que fuese ahora no es nada. Sólo ruinas. Polvo y destrucción, y esa chica viva emerge de esos restos, antes dotados de vida, ahora meros contenedores de muerte, ayudada por unas manos desconocidas de las que sólo podemos intuir su esfuerzo y urgencia. Los ojos de la chica están llenos de miedo, angustia, terror a lo que está viendo a su alrededor, desconcierto porque quizás lo último que recuerda es la sonrisa de alguien conocido con el que charlaba, el anodino hilo musical de un comercio o simplemente los pensamientos en los que estaba inmersa, y de repente todo se ha fundido en blanco, como el polvo que le rodea. Todo se ha venido abajo, y en esa mirada, sin que quizás ella sea consciente, al te una pregunta que interroga la cámara, al espectador y a todo el mundo que le rodea. ¿Por qué?.
¿Por qué al país más pobre de América y del Hemisferio Norte le ha pasado eso? ¿Por qué en su ciudad, su barrio, su casa... en su vida? ¿Por qué a ella? Es una pregunta lógica, instintiva, natural, para la que no existe respuesta, para la que el que observa la imagen, en este caso yo mismo, no puedo aportar nada, no puedo decir nada y aún menos puedo hacer para ayudarla. El rostro de esa chica, como resumen de el de otros tantos que veremos a lo largo de estos días, refleja muy bien el dolor, la angustia, y la insoportable inutilidad del sufrimiento, de la tragedia que se ha abatido sobre Haití.
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