Ayer se cumplió un aniversario que se me olvidó por completo, y que pude recordar al leerlo en algunas webs, dado que en televisión no se dijo nada al respecto, con gran injusticia, y es que se cumplieron quince años desde la muerte de Carl Sagan, astrónomo, científico y divulgador, hombre renacentista volcado en la exploración planetaria y la búsqueda de vida inteligente más allá de este mundo, hombre bueno, autor de “Cosmos”, el documental más recordado sobre el espacio y su estudio que jamás haya sido emitido por televisión, y el que generó en muchos el interés y la pasión para dedicar su vida a saber que hay “más allá” en el cielo profundo.
Yo era un crío cuando vi Cosmos, y como todos los niños a esa edad, mi curiosidad rebosaba. Ansiaba saberlo todo sobre todo, porque todo era nuevo y desconocido, y en lo que hace al espacio y la astronomía, Cosmos y Carl Sagan fueron el maestro que necesitábamos para que la lección nos gustase. La serie fue revolucionaria por su música (Vangelis) estética, muy moderna para la época, con efectos especiales de primera categoría, que situaban a Sagan a los mandos de una especie de nave espacial con la que surcaba mundos y épocas, en busca de los antiguos griegos y sus ideas sobre el cielo basadas en los sólidos fundamentales, las especulaciones de Galileo y Tycho Brahe, primeros entre todos a la hora de usar telescopios y enfocarlos hacia nuestros planetas vecinos, y así hasta llegar al tiempo actual, con los último que se sabía hasta el momento sobre la atmósfera y superficie de Venus y Marte, o los periodos de algunos cometas y las dimensiones de nuestra Vía Láctea en medio de la inmensidad del Universo… Sagan lo contaba de una manera tan apasionada que era imposible no quedarse fascinado por la cadencia de sus palabras, en un doblaje antológico llevado a cabo por José María del Río, y cuando se acababa cada capítulo, al irme a la cama, miraba al cielo desde mi ventana. Muchas veces estaba cubierto, típico del norte, y cuando despejaba las estrellas que se veían eran escasas, dada la contaminación luminosas y ambiental, pero soñaba con que algún día llegaríamos a conocerlas, saber que no estamos malditamente solos en medio de ninguna parte, y que, porque no, llegaría el día en el que contactásemos con otra civilización, otro mundo. Sagan hacia pensar que eso era posible, que mandar sondas hacia lo desconocido era algo que se podía y debía hacer, que enviar mensajes por radiofrecuencia o impresos en placas doradas era una de las cosas más útiles y nobles que podíamos hacer, y que la ciencia, esa palabra que en el fondo describe algo tan sencillo como la curiosidad infantil puesta a prueba, era el camino y guía para adentrarse en las profundidades del cielo. Mi carrera estudiantil y profesional ha derivado a lo largo de los años por otros derroteros (sinceramente no se ha donde ha llegado, o embarrancado) pero estoy seguro que muchos de los investigadores que hoy en día dedican horas, empeño y esfuerzo en el estudio del espacio exterior lo hacen siguiendo la estela que Carl Sagan les dejó marcada en sus corazones y mentes. De su trabajo y miles de horas de empeño, normalmente nada retribuidas ni valoradas, surgen descubrimientos como la hornada de nuevos planetas extrasolares que se van descubriendo de manera constantes desde hace pocos años, los dos últimos ayer. Seguro que Sagan sería la persona más feliz del mundo de haber podido vivir esos hallazgos.
Pero además de descubrir, Sagan nos hizo pensar y reflexionar. Sus libros son una fuente de sabiduría y humildad como pocas existen, la película “Contact”, basada en uno de ellos, es un lúcido ejercicio de reflexión sobre el papel de la ciencia y la religión en nuestras vidas, y logró ponernos literalmente en nuestro sitio. Se le ocurrió que la sonda Voyager, a 6.000 millones de kilómetros de distancia en aquel momento, sacase una foto a la tierra, que desde allí no era sino un pequeño punto azul y pálido. Ver y oír lo que narraba Sagan al comentar esa imagen es, sencillamente, conmovedor.
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