Este fin de semana, además de lo sucedido en Bruselas, también se ha vivido la resaca de otra cumbre que ha terminado con mal resultado, aún peor que la europea. Me refiero a la cumbre sobre el clima de la ONU que se ha celebrado durante dos semanas en Durban, Sudáfrica. Si no se han enterado de que ha tenido lugar es un buen indicador de hasta que punto ha fracasado. La cumbre, cuyo objetivo era extender el protocolo de Kioto, que caduca en 2012, acabó con un acuerdo de mínimos muy insuficiente, al que no se sumaron EEUU, China ni India, los principales contaminantes del mundo.
El asunto del clima es uno de los que más fracasos está provocando en las reuniones y foros internacionales. Kioto se vió como un referente al que no se ha vuelto a llegar, y reunión tras reunión se siguen escuchando bellas palabras, discursos emotivos y una total ausencia de compromisos reales sobre la reducción de emisiones de CO2. Y es que el problema es de una complejidad inmensa, básicamente por tres cuestiones: Técnica, de gestión y económica. Técnica porque hay muchas discusiones sobre el impacto real que el CO2 genera sobre el clima, y tampoco se tiene nada claro cómo se ve afectado algo tan complejo como el clima por esas emisiones y todo el resto de factores que día a día, influyen en su evolución. Hay estudios y perspectivas para todos los gustos, completamente incompatibles entre sí, y aunque hay un consenso básico sobre la maldad intrínseca del CO2 poco se ha avanzado sobre su gestión científica. Otro problema es el de la gestión, y es que al ser la atmósfera, lugar al que va la porquería que tiramos, un medio carente de fronteras y límites, carece de sentido que unos países adopten criterios restrictivos de emisión si otros no los cumplen, porque al final todos se comen la contaminación emitida por todos. Es un clásico ejemplo de la gestión de bienes comunes de economía. Al ser todo propiedad de todos no es posible determinar un precio correcto por el uso del recurso y se produce un abuso malsano para el conjunto de la comunidad, en este caso en forma de emisiones descontroladas. Kioto trató de solventarlo creando un mercado de emisiones, de tal manera que cada país poseía unas cuotas y se podía comerciar con ellas comprando y vendiendo derechos de emisión de CO2, en un intento ingenioso de poner un precio. Este mercado ha funcionado en parte, pero no acaba de ser plenamente efectivo porque falta una autoridad internacional que lo regule (¿y si mi salto mi límite de emisiones, que?) Como lo que vimos ayer sobre el pacto de estabilidad europeo, Kioto preveía sanciones para los países incumplidores del tratado o que sobrepasaran sus cuotas, pero resulta evidente que no hay manera de hacer cumplir esas sanciones, y ante este panorama el mercado de emisión y los precios y costes asociados, se derrumban. De aquí que un país serio y fiable como Canadá anuncie que abandona Kioto porque no funciona. Nuevamente nos encontramos ante un problema de gestión global para el que el sistema de pensamiento y estructura institucional que poseemos no nos sirven.
Y el tercer factor de discusión es el económico en, al menos, dos vertientes. Por un lado los países en desarrollo se niegan a que la reducción de emisiones suponga para ellos un freno a su crecimiento, cuando los países ricos pudieron serlo gracias a, entre otras cosas, no tener límites al respecto. Y por otro lado la actual crisis económica, que ha ocultado el problema del clima, hace que el egoísmo de los actores nacionales se exacerbe y las medidas de reactivación económica consideren al asunto de las emisiones como el menor de sus problemas. Así, el panorama de la gestión del CO2 global se presenta confuso y abocado al descontrol, al menos en el corto y medio plazo. Sólo el progreso tecnológico nos podrá ayudar a resolver este inmenso problema.
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