Uno de los acontecimientos que más ha marcado este convulso 2011 ha sido el desastre provocado por el tsunami en Japón, la destrucción y muerte asociada al mismo y, como consecuencia imprevista, el desastre nuclear de la central de Fukushima. La explosión de sus edificios de contención y todas las tareas que se realizaron para tratar de controlar los reactores fueron seguidas con atención y nerviosismo por parte de todo el mundo. Meses después la atención sobre esa central ha decaído mucho, pero allí siguen pasando cosas muy importantes.
Se ha sabido ahora que, como muchos expertos sospechaban, finalmente sí se produjeron fusiones en los núcleos de los reactores, parece que en tres de los cuatro con los que contaba la planta, y al menos en un caso la fusión fue completa. Esto de la fusión significa, de manera muy bruta e inexacta que, en ausencia de refrigeración, las barras de combustible nuclear alcanzan tal temperatura que se funden con el material que les rodea y, convertidas en una pasta viscosa y muy caliente, se depositan en el fondo de la vasija del reactor, pudiendo llegar a perforarlo y contaminar el suelo sobre el que se asienta la central. A partir de ahí el riesgo de fuga radioactiva a través de corrientes subterráneas de agua o similares se dispara. La fusión es el peor de los accidentes posibles, porque significa, entre otras cosas, el fin de la central, dado que los materiales que conformaban el reactor se han fundido para formar otra “cosa”. Ante este panorama es obvio que Fukushima jamás volverá a ser una central nuclear, por si quedaba alguna duda al respecto. Los trabajos se centran ahora en enfriar del todo el magma que sigue bullendo en la base del edificio de contención de los antiguos reactores, tratar de que no se produzcan emisiones de hidrógeno potencialmente explosivo ni compuestos radiactivos al exterior, y verificar que la base del edificio, una sólida y gruesa capa de hormigón, soporta lo que tiene sobre sí e impide que la contaminación se extienda más allá del recinto del edificio. Si esa base hormigonada aguanta, que esperemos que así sea, el trabajo se centrará en realizar el sellado de la central, cubriendo inicialmente todo ese magma mediante productos que rebajen la intensidad de su calor y emisiones (algo así como echar arena a un incendio para que las brasas se apaguen) y luego queda construir un recinto de contención, un sarcófago, que cubra la instalación y todo lo que en ella se ha contaminado, y haga que nada salga de allí y evite que cualquier cosa pueda entrar. El diseño del sarcófago deberá ser estudiado a conciencia por los técnicos de la central para ver qué es lo más efectivo, dado el estado de los reactores, si uno gigante que lo cubra todo, varios más pequeños que tapen individualmente cada uno de los reactores afectado, etc. Pero en todo caso es una obra de gran complejidad, coste y duración, y que requiere previamente que el magma nuclear se estabilice y enfríe lo suficiente como para poder empezar a realizar esos trabajos de construcción en condiciones de seguridad y garantías de que vayan a servir para algo. Es algo así como que no tiene sentido poner una tapa sobre una olla que sigue al fuego, ya que tarde o temprano la tapa saltará.
Por lo tanto, en Fukushima queda mucho trabajo, y muy complicado. Lejos de los focos y la atención de los medios, cientos de técnicos y empleados de Tepco, la empresa propietaria de la central, afrontan una tarea de la que sólo hay un precedente claro, Chernobil. Pero el desastre japonés también ha cambiado el panorama energético mundial, porque con la fusión del reactor japonés también se han fundido los planes de abastecimiento nuclear en gran parte del mundo. Si 2011 empezó con la energía nuclear como caballero blanco ante el cambio climático, acaba con Fukushima ardiente y los reactores vistos como un peligro público.
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