La petición de rescate que realizó Cataluña la semana pasada
al aún no constituido Fondo de Liquidez Autonómico (FLA), la calificación de su
deuda como bono basura por parte de S&P y el
apremio con el que ayer demandó una solución provisional para financiarse este
mes es la muestra más calara de que la crisis económica no sólo está
destrozando nuestro tejido productivo, sino que pone al entramado institucional
que llamamos España ante un brete de muy difícil salida. Junto con las reformas
económicas, debemos rediseñar el país de arriba abajo, y la existencia misma de
eso que llamamos CCAA está puesta en entredicho.
Las CCAA son un invento moderno que tarta de paliar un viejo
problema, que se crearon de manera improvisada y que se han demostrado válidas
en determinados aspectos pero, en función de su diseño, inviables. Al diseñar
la Constitución de 1978 uno de los problemas a lidiar era la existencia de
regiones mal llamadas históricas, País Vasco y Cataluña, a las que luego se
sumó Galicia, que exigían un estatuto diferenciado del resto del país. Frente a
la postura de hacerlo de esta manera triunfo otra idea, basada en la creación
del ente “Comunidad Autónoma” mediante el que cualquier región española podría
articular una autonomía más o menos limitada, permitiendo así encajar a las
históricas en el conjunto de España sin generar agravios comparativos. Se pensó
que, de todas maneras, hubiera CCAA de primera y de segunda, en función de sus
distintos techos competenciales, pero distintos avatares políticos, en los que
el referéndum de autonomía de Andalucía supuso un rubicón, llevaron a la práctica
lo que se llamó el “café para todos” de tal manera que todas las CCAA lucharon
por conseguir el nivel den competencias más elevado que pudieran obtener, y
para aplacarlas el estado empezó a renunciar a obligaciones suyas y a
transferirlas a los entes regionales, con lo que el problema de la gestión del
estado central no desapareció y, a cambio, surgieron diecisiete miniestados
cada vez más orgánicos y menos funcionales. Políticos y autoridades locales
encontraron aquí un filón en el que expandir su cuota de influencia y el número
de cargos, consejerías, puestos de influencia y entidades de representación fue
creciendo exponencialmente a medida que las CCAA se convertían en repositorios
de políticos desahuciados y cuna de emergentes líderes. Poseyendo cada una de
ellas una estructura económica muy diferenciada y perdiendo las economías de
escala derivadas de la agrupación nacional, la gestión autonómica en materias
como sanidad y educación ha estado asociada a unos costes crecientes derivados
no sólo de la carestía propia del servicio, sino sobre todo de la ineficiencia
señalada asociada a la dispersión. Ver como los laboratorios farmacéuticos
organizaban algo parecido a una subasta para saber que CCAA pagaría más por
ellos era tan sangrante como ridículo, amen que rentable para el negocio de las
pastillas, y así hay muchos más ejemplos. Sucesivos gobiernos de distinto signo
no han hecho nada en estos años para evitar todos estos problemas, y nos
encontramos hoy en día con una estructura cuasifederal pero que no dispone de
las herramientas de coordinación de las federaciones reales. Un quiero y no
puedo de muy difícil gestión.
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