Parece un hecho fruto del más divertido de los destinos,
pero justo la semana en la que me cojo vacaciones se ha sucedido una catarata
de noticias tan relevantes que, por su dimensión, merecerían cada una de ellas
muchos comentarios. La dimisión de Esperanza Aguirre, la entrevista a Rubalcaba
en TVE, la muerte de Santiago Carrillo o el órdago independentista de Artur Mas
dan para varias entradas, pero me temo que, pasados ya unos días, mucho habrán
leído ustedes sobre todo ello y poco puedo aportarles. Es el problema de no
disponer de Internet en vacaciones.
Pensaba en esto ayer viniendo en autobús hacia Madrid, y el
agobio que, hasta cierto punto, supone la incomunicación forzada, o la renuncia
a unos medios que, pese a su reciente incorporación a nuestras vidas, ya
consideramos tan naturales que no nos imaginamos que puedan fallar o no
existir, y cosas por el estilo, pero a medida que avanzaban los kilómetros del
viaje mi reflexión fue virando hacia el lado opuesto, no tanto por el libro que
estaba leyendo, interesante, sino por mi compañera de asiento, una joven morena
bastante guapa, todo hay que decirlo, que ya desde el momento en el que se sentó
junto a mi y dijo una especie de ooo a modo de “hola” sacó de su bolso la
blackberry y se conectó al whatsapp y empezó a teclear. Estando el autobús aún
aparcado en Bilbao su novio, que estaba a pocos metros del cristal, también
saco su móvil y empezó a escribir como un poseso, y se que eran pareja porque
muy de vez en cuando se miraban de esa manera que sólo las parejas saben
hacerlo, pero eran miradas fugaces, porque los ojos estaban fijados
intensamente en el teclado, los dos pares de ojos. Sólo cuando el autobús
empezó a deambular por el tortuoso camino de salida de Garellano, la estación
de autobuses, ella levantó la vista del miniteclado y buscó furtivamente a su
pareja, que estaba en una esquina para despedirla. Apenas dos o tres segundos
de miradas intensas y de vuelta al teclado. Saliendo de Bilbao la chica
escribía de manera compulsiva, sin parar, y yo empecé a darme cuenta de que no
me iba a molestar mucho en el viaje, pero que tampoco aportaría nada. A medida
que pasaban los kilómetros su voracidad de teclado disminuyó algo, e incluso
trataba de echar una cabezadita de vez en cuando, pero el terminal, asido por
las dos manos como si fuera su posesión más preciada (de hecho lo era) vibraba
a los pocos minutos de que hubiera cerrado los ojos, y vuelta a teclear un
montón de mensajes que, me pareció aunque no puedo asegurarlo, ya tenían no un
único destinatario sino varios. Llegados a la parada intermedia del camino la
chica se bajó, con su bolso colgando del hombro y la blackberry asida
firmemente por ambas manos. Perdí un poco el tiempo en el área de descanso,
como siempre, y cuando volví a subir al autobús, cinco minutos antes de la hora
anunciada por el conductor, ya estaba mi compañera de asiento sentada en su
lugar tecleando nuevamente. Le indiqué para que me dejara pasar, dado que yo
tenía ventanilla, y ella, rauda y amable, pero sin dejar de escribir, se
levantó y me cedió el paso. Dada mi innata torpeza personal yo hubiera sido
incapaz de levantarme y escribir a la vez, pero ella demostró estar muy
entrenada en hacer lo_que_sea y escribir, cosa hasta cierto punto admirable.
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