Hoy, día 1, comienza semana y
mes, y para muchos es el final de sus vacaciones, el día en el que se
reincorporan al trabajo, en el que vuelven a la rutina de la que trataron de
escapar cuando comenzó ese periodo mitificado hasta el absurdo llamado agosto.
Septiembre es el mes del retorno, de los exámenes, del atasco de vuelta, el de
reemprender el conocido camino hacia el trabajo, y es visto con malos ojos por
muchos. Dicen algunos estudios que el día más triste del año se sitúa en torno
al principio de Febrero, cuando las fiestas navideñas ya son historia lejana y
los propósitos de año nuevo ya han fracasado. Hoy no le irá muy a la zaga.
Desde hace unos años se viene
hablando del llamado síndrome postvacacional, una especie de tristeza que entra
cuando, por ejemplo hoy, a media mañana, muchos se vean sepultados nuevamente
por los papeles y tareas que habían dejado en su oficina. Creo que esto de
denominar como enfermedad a cualquier cosa que nos pasa es síntoma, curiosamente,
de lo enferma que está nuestra sociedad, aquejada de un infantilismo rayano en
el absurdo, pero sobre todo es un sistema muy sencillo para que uno pueda
liberarse de sus problemas, achacárselos a un mal externo y, aún mejor, que un
tercero cobre por solucionarlo, bien sea mediante la recomendación de tomar
pastillas de uno u otro tipo o por cualquier otra vía. Reincorporarse a la
rutina laboral no es malo. Es más, muchos lo estarán deseando, porque habrán
comprobado que sus idílicas vacaciones en familia no son tanto. De hecho este
mes suele registrar un repunte en las peticiones de separación o divorcio,
porque la convivencia a veces tiene sus complicaciones, y pasar varios días
juntos tras estar gran parte del año sin verse puede ser una prueba muy dura
para cualquier pareja. Y no digamos si hay niños alrededor. Yo creo, desde mi
ignorancia en estos asuntos, que parte de la tristeza que nos embarga en la
vuelta se debe a los excesos de expectativas que nos hacemos a la ida.
Demonizamos el trabajo, volcamos en él todas nuestras amarguras, tristezas,
frustraciones y miserias, y vemos las vacaciones justo como lo contrario, el
paraíso, la salvación, el cielo que me sirva para escapar del infierno laboral.
Y poner tantas expectativas en ese cielo puede hacer que, una vez llegado a él,
comprobemos que hay nubes y a veces llueve. Y tras la estancia celestial,
volver al infierno se antoja como una pesadilla, y de ahí la tristeza y
amargura postvacacional. Es cierto que en muchas ocasiones el trabajo no es
precisamente fuente de alegría, y el hecho de que nos paguen por hacerlo
muestra hasta qué punto lo hacemos sin gusto (¿trabajaría usted sin cobrar? ¿En
qué? ¿Cuánto tiempo?) y hay días, no pocos, en los que salir de la oficina se
convierte en una necesidad vital, porque no podemos estar peor. No lo voy a
negar, sería estúpido hacerlo, pero no es menos cierto que en el día a día del
trabajo tenemos oportunidades, a veces escasas, otras no, de pasarlo bien, de
confraternizar con la gente que está a nuestro alrededor, de compartir con
ellos nuestras penas y alegrías. Uno no va al trabajo a hacer amigos, pero
puede llegar a encontrárselos. Junto con las relaciones tóxicas, que abundan
mucho, también se dan situaciones de apoyo y compañerismo, que son muy valiosas
en sí mismo, y que pueden hacernos ver que en el trabajo también podemos
encontrar resquicios de cielo, o al menos claros entre las nubes.
Seguro que nada de esto lo verán hoy millones de
españoles que, a estas horas, 8:13 AM, o ya han llegado a su destino o están
camino a él, por carreteras nuevamente llenas o estaciones y paradas de
transporte público abarrotadas, en medio de un septiembre que comienza con el
calor de pleno agosto. Mucho ánimo y fuerzas a todos, y también, aún más, a los
que hoy se levantan con el trabajo de buscar trabajo, que añoran esos atascos,
apretujones en el metro y discusiones en la oficina, porque saben que siempre
puede haber grados en el infierno. Que tarden poco en encontrar un lugar donde,
tras dejarse mucha piel, puedan pedir vacaciones.
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