Esta noche se ha puesto a la
venta en España el último modelo de Smartphone fabricado por la marca de la
manzana mordida, la versión numerada como 6. Según
las crónicas las reservas por internet son muy elevadas pero no se han
registrado grandes colas a las puertas de las tiendas madrileñas donde esta
noche se ha inaugurado el negocio. No ha sucedido lo mismo en otros países, con
imágenes de colas interminables, noches y días de espera y escenas de ansia y
felicidad al abrir las puertas de las tiendas de Apple que, como nuevas
iglesias, recibían a sus alborotados fieles deseosos de postrarse ante el
sagrario tecnológico.
No lo entiendo, lo admiro pero no
lo entiendo. No soy capaz de explicarme qué es lo que lleva a alguien a estar
horas, días, esperando tras una puerta de cristal para comprarse un aparato, el
que sea, que puede adquirir sin cola alguna al día siguiente, o dentro de dos o
de tres. Definitivamente el consumo y la marca ha desbancado a las creencias en
nuestro mundo, y la posesión de determinados artículos, su exhibición, mostrarlos
ante los demás, se ha convertido en el símbolo más deseado de ostentación, lujo
y prestigio. La marca domina plenamente el mundo, aunque el producto que
envuelva no sea el mejor. Los Iphone no son malos teléfonos (bueno,
ordenadores) obviamente, pero no son los mejores. Prestaciones que ahora se
incluyen en la última versión, empezando por las de una pantalla más generosa
se ofrecen desde hace mucho tiempo en equipos de otras marcas que trabajan con
los dos sistemas operativos que rivalizan con el de la manzana, Android o
Windows phone. Pero fue aparecer un equipo de más de cinco pulgadas de tamaño
en la presentación de Cupertino celebrada hace unas semanas, en una nueva
reedición de las bienaventuranzas en formato consumista, lo que desató la
locura. En definitiva, lo que otros venden a unos 300 euros Apple lo
comercializa a cerca de 900, y podría venderlos igualmente a 9.000, los
creyentes los pagarían. Es el éxito absoluto. En mi estancia parisina he vuelto
a contemplar, asombrado, ese peregrinaje de ciudadanos de medio mundo,
especialmente orientales, que desembarcan en las calles de lujo de París
ansiosos por entrar en las tiendas palacio de las marcas de moda, cosméticos y
complementos que todos conocemos, diseñadas con el máximo lujo y refinamiento, y
en las que se exhiben piezas de ropa, bolsos y demás artículos a unos precios
de fantasía, estos sí medidos en miles y miles de euros, que son comprados con
pulsión por esas hordas, deseosas no tanto de lucir la prenda como la marca que
lleva asociada, no la comodidad de unos zapatos insufribles, sino el poder de
enseñar sus suelas rojas, no la practicidad de, para un hombre, el siempre
misterioso bolso femenino, sino el emblema de una casa que es mundialmente
conocida como sinónimo del lujo. Probablemente esas prendas, de calidad
supuestamente alta, se hayan fabricado en el mismo taller en el que se hicieron
otras mucho más cutres, y en las mismas condiciones de insalubridad para los
que las elaboraron. O no, quizás fueran cortadas y cosidas artesanalmente con mimo,
gusto y estilo, usando los mejores materiales, pero en todo caso es casi seguro
que el desorbitado precio que lucen en esos escaparates de fantasía nada tiene
que ver con el coste real de producción, porque ese precio no es sino una
barrera, una señal, una cerradura en la que encaja la llave de la riqueza y que
abre la puerta a la distinción pública, a la posibilidad de hacer ver a todo el
mundo que soy rico, y que puedo comprarme lo que me otorga ese estatus. Es así
de simple y pueril, y estúpido, según lo veo yo. En la rue de Montaigne, en París,
el espectáculo era una mezcla curiosa entre obscenidad, sinsentido y descaro.
Aunque sea por curiosidad antropológica, merece ser visto.
Decía al principio del párrafo que expresaba mi
admiración. Evidentemente no hacia los compulsivos compradores, sino hacia las
empresas que han logrado fabricar esas marcas y que han enamorado al público.
Apple ha logrado lo que todas las marcas sueñan, convertirse en símbolo de
estatus, en señal de poder, en objeto de adoración. Para el creyente en Apple,
y los hay por millones, la hostia consagrada tiene forma de manzana mordida, y
la palabra de Dios son las nuevas especificaciones del último modelo de la
empresa. Es el sueño dorado de un negocio, cuyo objetivo último siempre es
ganar dinero, y que en este caso lo logra con el deseo desatado de los
compradores de gastar todo lo que puedan. Pese
a ello ayer Apple cayó más de un 3% en Wall Street. Todo esto es asombroso.
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