Si hemos llegado a alguna
conclusión a lo largo de esta condenada crisis, que lo dudo, es que gran parte
de lo que nos ha sucedido ha sido por la falta de ética de todos, todos, los
que conformamos la sociedad. Desde el puesto de cada uno, con mayor o menor
relevancia, hemos caído en la tentación de llevarnos crudo parte del dinero que
pasaba, fueran comisiones ilegales, primas sobre el precio de los pisos o
porcentajes en negro sobre cualquier transacción. Quién más pudo más se llevó,
pero casi todo el que pudo, lo hizo. Por eso hay un movimiento en pro de la
ejemplaridad, de la vuelta a la racionalidad y la ética, en los negocios y en
lo personal, como único antídoto verdadero para evitar otra debacle.
Y en estas que llega Pujol y su
familia. Tras años de investigaciones más o menos rápidas, más o menos
interesadas y más o menos obstaculizadas, que de todo hay, Hacienda empieza a
acorralar a los Pujol, extensa familia montada en torno al matrimonio Pujol
Ferrusola, cuyos hijos han sido muy beneficiados por la riqueza acumulada por
sus progenitores. Los escándalos con el apellido Pujol han sido muchos a lo largo
de estas décadas, pero ha habido un interés común en ocultarlos, tanto desde
Cataluña, donde han sido la auténtica familia Real, como desde el resto de
España, donde el poder establecido veía con buenos ojos no mirar hacia donde no
debía a cambio de un pacto político de mutua estabilidad y beneficio. Esta
situación ha ido cambiando a lo largo de los años, los Pujol han empezado a
dejar de ser imprescindibles, la gobernabilidad catalana se ha ido perdiendo a
medida que la radicalidad nacionalista imperaba en las mentes de quienes eran
llamados a ejercer el gobierno de la región y las posibilidades de pacto se
iban difuminando. Pero el clan de los Pujol seguía ejerciendo su poder como si
nada, amasando fortunas y decidiendo sobre lo divino y lo humano allí donde
consideraban que tenían derecho a todo. Como Urdangarín, que creyéndose inmune
bajo el apellido de su mujer, cavaba su fosa a base de corruptelas cada vez más
inmensas y burdas, la familia Pujol se enredaba en nuevas operaciones
financieras sin darse cuenta de que el velo de inmunidad colectiva que les
había protegido durante décadas se estaba cayendo, que las prebendas que les
permitieron medrar dejaban de existir. Seguramente alguien les advertiría estos
últimos años de que frenasen, que dejaran sus negocios, que cambiaran de
actitud, que las cosas ya no eran como antes, que las comisiones ilegales ya no
estaban bien vistas, pero de nada sirvió. La sensación de inmunidad del que se
cree poderoso puede cegarle hasta llevarlo al desastre. Con un gobierno de la
Generalitat en manos de los herederos, de momento sólo políticos, del
expresident, los Pujol seguían gozando de un estatus de reyes vitalicios, de
intocables, de auténticos ciudadanos más allá de cualquier ley o norma. Mentar
el hecho de que estaban envueltos en turbios asuntos era equivalente a ser
acusado de todo desde la “sociedad catalana” es decir, desde los medios de
comunicación y grupos de interés controlados por los Pujol, sus herederos y los
nacionalistas, regentes eternos de la arcadia feliz a la que no han dejado de exprimir
financieramente durante todos los años que han permanecido en el poder. La
confesión por parte del patriarca de la herencia ilegal oculta durante años
empezó a sacar a la luz toda esta trama que, por décadas, ha permanecido
oculta, a sabiendas de muchos. Ahora, como un castillo de naipes, todo amenaza
con derrumbarse sobre quien todo lo fue en Cataluña.
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