La
dimisión ayer por la tarde del Ministro de Justicia fue una de esas
noticias gordas que no pilló a muchos por sorpresa después de las decisiones
tomadas por su jefe en esa misma mañana y en días anteriores. Desautorizado por
completo, al admitir Rajoy que el anteproyecto de Ley de la reforma del aborto
no iba a llegar a ninguna parte, Gallardón, que puso todo su empeño e imagen en
sacarlo adelante, quedaba colgado y desautorizado a la vista de todos. Su
estrella legislativa moría y su única baza posible era la de dimitir. Algunos
lo negaban aún ayer, pero a media tarde su comparecencia despejó muchas dudas
al respecto. No todas.
No entiendo estos tres últimos
años de carrera política de Gallardón. Por más que los miro y estudio no logro
entender qué es lo que ha buscado en esta legislatura, y cómo ha sido capaz de
destrozar su imagen púbica, labrada durante años de gestión, controvertida en
ocasiones, y que llegaba al gobierno como un nuevo ascenso en una carrera que
no parecía tener límites. Creo que Gallardón ha ganado todas las elecciones a
las que se ha presentado, y casi todas ellas por mayoría absoluta. Dirigió la Comunidad
de Madrid y el Ayuntamiento de la capital durante cuatro legislaturas,
concitando un gran apoyo popular, una oposición debilitada y una ciudadanía que
lo tachaba de megalómano, que lo fue, pero que aceptaba encantada túneles y
obras inimaginables que, no lo vamos a negar, daban un resultado espectacular,
aunque no esté nada claro como las podremos llegar a pagar. Aupado en una política
de gasto, gestos y cercanía, Gallardón concitaba el apoyo del votante centrado
y del de la derecha e izquierda moderada. Su olfato político, innato, le decía
lo que todo el mundo sabe, que sólo con un discurso moderado se puede alcanzar
el poder, que es en ese grupo de votantes de centro que basculan entre una y
otra ala donde se encuentra habitualmente la llave que da el acceso al cargo. Y
Gallardón los mimó siempre. Frente a él su oposición era Esperanza Aguirre, de
su mismo partido, pero más escorado hacia la derecha, según dicen casi todos, o
al populismo, como creo yo, que sacaba mayorías igualmente amplias pero con el
espectro de voto más corrido hacia la derecha. Gallardón sabía, como otros
muchos, que esa tendencia de voto no era extrapolable a toda España y que, por
ello, las opciones nacionales de Esperanza eran escasas. Su tendencia a picar a
la fiera para dejarla en evidencia y su apoyo a un líder suave y no extremista
como Rajoy tuvieron sus frutos y, tras años de espera no disimulada, alcanzó un
Ministerio, el de Justicia (cómo le hubiera gustado el de Fomento en la época
de la burbuja) y llegó al gobierno como el más conocido y valorado de los
ministros, en una época muy dura de la política y la economía. Era el terreno
ideal para que esa mano izquierda, o mejor dicho, la inteligencia que le sobra
al personaje, se utilizara para ablandar a la oposición social y ofreciera una
cara más amable de un gobierno que, quisiera o no, iba a hacer cosas muy
desagradables. Sin embargo, desde un principio, Gallardón fue protagonista de
una gestión oscura, complicada y que no dejaba de crear problemas. Un pretendido
afán reformista en sus discursos que, sin concreciones ni revoluciones, como
son las que necesita la justicia en España, fue soliviantando a todos los que
en ella participan de una u otra manera, concitando una oposición absoluta y
una unanimidad contra el personaje que empezaba a sorprender. Por primera vez en
su carrera política Gallardón era sinónimo de problemas y no de soluciones, de
enfrentamiento y no de éxito. Su estrella empezaba a no brillar como se
esperaba.
Y entonces llegó el tema del aborto, complejo y
peliagudo como pocos, y su propuesta de reforma de la Ley de plazos de ZP, que
la convertía en una de supuestos mucho más restrictiva que la que existía en
los años ochenta, con un sistema de verificaciones digno de los que quiere
imponer el BCE a la banca europea y que suscitó un rechazo enorme por parte de
múltiples asociaciones. Era un texto casi diseñado para no poder ser puesto en
marcha. Desde un principio se convirtió en su proyecto personal y en un marrón
del que Rajoy nada quería saber. Con el paso del tiempo cada vez era más obvio
que, por el interés político, esa ley no iba a llegar a ningún lado. Su apuesta
de aprobación antes de que llegase el otoño quizás fue el último órdago que se
jugó, a sabiendas de que lo perdería. Ayer se fue. Veremos a ver por cuanto
tiempo.
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