El turismo urbano gratifica,
llena los sentidos y alegra, pero agota. Podrá uno hablar de todas las cosas
que ha visto y hecho, de lo bien que se lo ha pasado, y todos sentirán con un
cierto conformismo, pero cuando haga referencia a lo que le dolían los pies, lo
agotado que estaba o la sensación de paliza que se le viene a uno encima tras
días y días de turismo, entonces suscitará el murmullo general de aprobación, y
uno tras otro los interlocutores con los que esté empezarán a relatar sus
propios dolores de turista, sus males en piernas y cuerpo en general, y de cómo
necesitaban el reposo cada vez con más frecuencia.
Una ciudad inmensa como París
agota tanto como su propia dimensión. Diseñada para asombrar, para dejar al
visitante aplastado ante la magnificencia y el poder, lo consigue, pero sus
grandes dimensiones y el no estar pensada para el clima soleado y radiante que
me ha tocado la convierten en un potro de tortura para el cuerpo. El horario
que me imponía en cada día de visita, basado en que duermo poco y madrugo
mucho, hacía que las jornadas de catorce horas de caminata y paseo fueran lo
habitual, lo que para un cuerpo desentrenado como el mío no deja de ser una
exageración. Paseos, aceras, empedrados, suelos de losa, alfombras, en el día a
día las zapatillas iban pisando de todo, y cada uno de esos golpes los sentía
en unos pies que, en el caso del izquierdo desde el final del primer día
completo, fallaron más de lo esperado. Esa jornada llegué al hotel a eso de las
10 de la noche muy cansado, y con ampollas variadas, y tras la ducha empecé a
pensar que si todos los días iban a ser así lo iba a pasar mal, pero que
merecía la pena. En el segundo día, Sábado, con sol igualmente espléndido, la
sensación de cansancio no se iba, y pese a que en las colas o en breves
momentos uno buscaba un asiento donde parar un instante, nada era lo
suficientemente cómodo. La búsqueda puede desesperar, agotar por completo, pero
a veces uno encuentra la solución sin siquiera proponérselo, le sale al paso
como puesta por manos de otros. Y así, a media tarde, atravesando los jardines
de las Tullerías camino a la plaza de la Concordia, alcancé una piscina
octogonal que está justo antes de los cruces que dan acceso al obelisco. Y
entorno a esa piscina decorativa, de esas de lámina de agua reflectante,
rodeada como estaba de arboleda espesa y menuda, había puestas por el suelo
sillas. Muchas, decenas, sillas metálicas de respaldo y apoyabrazos, algunas
incluso diseñadas con un respaldo abatido fijo. Sueltas, que uno podía coger y
poner allá donde quisiera, al sol o a la sombra, mirando a la piscina, al
obelisco, a las ramas de los árboles o a la nada, que se podían juntar formando
grupos y corros, o ponerse aisladas en un lugar en el que, por lo que fuera, no
había nadie. Sillas públicas para usar en medio de una plaza, sin tener que
recurrir a un banco de piedra recalentado al sol, o a un suelo que, en esa
zona, era de una piedrilla arenosa que con el calor ambiental se transformaba
en polvo cuando apenas un par de pasos avanzaban rápidos sobre ella.. La idea
me pareció magnífica y sorprendente, y más aún el hecho de que, estando como
estaba la zona, con mucha gente, hubiera sillas libres. No me lo pensé dos
veces. Miré entre la oferta y cogí una de las que tenía el respaldo abatido. La
levanté, comprobé que pesaba lo suyo pero que era fácil de transportar y, poniéndola
a la sombra de uno de los árboles, la orienté con vistas al octógono y un poco
más allá, al obelisco de la concordia. Me senté, dejé los trastos que llevaba
sobre mi mismo, me estiré sobre el respaldo y me dejé caer sobre él.
La vista, no les voy a engañar, era de lujo, con
la alineación monumental que se produce entre el obelisco y el Arco del
Triunfo, y el imaginado arco de la defensa al fondo, invisible al estar oculto por
una buena capa de contaminación, y el paisanaje de turistas, locales y gentes
variadas, muchas de gran belleza, que por la zona se encontraban. Allí, bajo
esa sombra, con un cielo azul radiante digno del Mediterráneo, descansé por
primera vez desde que estaba en París, y aunque me dio pereza volver a levantarme,
lo hice sabiendo que en ese jardín y, como luego descubrí, en otras plazas
similares, alguna silla estaría esperándome para darme el descanso merecido.
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