Trabajo cada día en uno de los
pisos superiores de una alta torre del Paseo de la Castellana. Mi mesa de
trabajo da hacia el sur, por lo que tengo todo el espectáculo de Madrid a mis
pies. Pero si me levanto y ando un par de segundos, y voy al ala norte del
edificio, puedo contemplar la sierra y el cierre de Madrid ciudad y comunidad.
Y veo las Torres Kio de Plaza de Castilla casi a la altura de sus últimos
pisos. En uno de ellos, en la torre izquierda si se mira desde mi posición,
hacia el norte, se dibujaba antiguamente un oso verde y ahora luce un rótulo,
de un verde más apagado, cuyas letras escriben la palabra BANKIA.
Antes del verano de 2011, con la
crisis en todo su esplendor, y con gran parte del país y su clase política y
dirigente negándolo aún con saña, BAnkia salió a bolsa, en medio de una campaña
publicitaria enorme y la sensación de que si esa colocación salía mal nos
íbamos todos al garete, lo que venía a ser la prueba palpable de que andábamos
sobre arenas movedizas y cada vez nuestra barbilla estaba más cerca de ser rozada
por el fango. Yo no compré acciones, porque esa caja, banco o lo que fuese, me
parecía un inmenso Frankenstein elaborado a base de desastres financieros,
entre los que destacaban la propia CajaMadrid, cuyas cuentas conocidas eran
infames, y Bancaja, una de la que lo poco que se sabía era para salir corriendo
y no parar hasta llegar al fin del mundo. Surgida como tabla de salvación de
las finanzas de dos de las grandes comunidades del PP, Bankia representaba, por
dimensión, lo peor de lo que estábamos generando en el proceso de derrumbe del
país. Ya había dejado la presidencia del grupo el inefable Miguel Blesa, del
que todo se podía oír en Madrid, y que con el tiempo se ha hecho famoso en toda
España, y su puesto lo ocupaba, tras un pulso cerrado en el PP, Rodrigo Rato,
mandamás donde los hubiera en el partido, pero con escasos conocimientos de
banca. La colocación fue exitosa y el día del inicio de cotización Rato, el PP
y el gobierno del PSOE reunieron en la sede de la Bolsa de la Plaza de la
Lealtad a lo más granado (no se si también al propio Granados, seguro que sí)
de la sociedad financiera, política y social de Madrid y España. Abrazos,
sonrisas, y el campanazo, virtual, de inicio de la cotización de las acciones.
Yo no dejaba de decir por aquellos días que toda esa operación era imposible,
que era un enorme error, que Bankia estaba quebrada por completo y que lo único
que estábamos haciendo por aquel entonces era jugar, como esos personajes de
los dibujos animados, a patalear en el aire para tratar de no caernos en el vacío
que se había abierto bajo nosotros. Y no hacía falta ser un experto en
contabilidad y banca, no lo soy, para saber que los activos que tenía la
entidad no valían casi nada, porque sus miles y miles de millones de crédito
hipotecario y promotor eran incobrables o, siendo generosos, valían mucho menos
de lo que figuraban en libros. Sin embargo, como la acción empezó a cotizar
bien, por así decirlo, el público y analistas en general dejaron de alarmar
sobre el particular. Pocas veces clamaban en el desierto de lo real, y la bola
financiera de Bankia seguía avanzando, atrapando en su camino a más y más
ahorradores e inversores, que se fiaron de unas autoridades, reguladores,
supervisores y auditores que cobraban mucho, se supone que sabían más, y que veían
todo con buenos ojos Hasta que, como debe ser, el dibujo animado se cae,
pataleando a veces, se estrella y se destroza.
En esas fechas vino de visita a Madrid mi amiga
ABG, que ahora reside entre nosotros, y quedé con ella en Plaza Castilla, bajo
la torre de Bankia. Nos saludamos al encontrarnos y, entre risas, le dije que
esa torre inclinada de ahí, señalando al cielo que cubría el saliente voladizo
del edificio, puede caerse cualquier día y arrastrar a todo el país al
desastre. Y eso es lo que sucedió más o menos un año después. Ahora
conocemos que el día de la colocación en bolsa de la entidad asistimos a una
representación teatral basada en falsedades y cuentas manipuladas, pero lo
publicado ayer sólo aporta constancia documental, pruebas, a algo que todos
intuíamos y, no lo duden, los que celebraban el acto de la Plaza de la Lealtad,
sabían.
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