Normalmente el metro no suele
fallar. Es cierto que desde hace un tiempo las frecuencias se han reducido
mucho más de lo debido, en una política de ahorro contraproducente que genera
menos ingresos de los costes que reduce, y que por lo que he comprobado este
puente no se va a rectificar en la temporada navideña, en la que es imposible
acceder al centro en vehículo privado. De hecho casi es imposible acceder de
ninguna manera. Además, para los que no tenemos coche, el transporte público,
en este caso el metro, es nuestro vehículo, salvación y vía única de
transporte.
Pues esta mañana esa vía única ha
decidido jugar conmigo. He salido de casa a la hora habitual y al coger mi
línea ya he visto que el siguiente convoy venía con más tiempo de lo que suele
ser habitual a mi temprana hora. Ha llegado, llenito, y hemos tardado unos
cuatro minutos en partir de la estación. En la siguiente, con otros minutos
parados, el conductor ha avisado de que un tren sito un par de estaciones más
adelante se encontraba detenido, por lo que la circulación era ocasional y
tenía retrasos, como ya estábamos comprobando todos los viajeros. Al arrancar
el tren camino a la segunda estación he decidido alterar el itinerario de todos
los días y coger una línea alternativa, que también acaba desembocando en la
que me conduce directamente a la puerta del trabajo, y que intercambia con la
mía en la segunda parada desde que salgo de casa. A trancas y barrancas hemos
llegado a esa segunda estación, y puede que no haya sido yo el único en tener
esa idea, porque una riada de personas nos hemos bajado allí, rumbo a unas
pobres escaleras que, de ser dibujos animados, tratarían de salir corriendo.
Peldaños y pasillos recorridos, he llegado al andén de la segunda línea, y al
minuto ha aparecido un tren. Las primeras paradas han transcurrido con
normalidad, pero a mitad de trayecto nos hemos detenido un par de minutos en un
túnel, sin saber muy bien porqué, y al llegar a la siguiente estación, a tres
del segundo intercambio, hemos estado un buen tiempo parados en el andén.
Vuelta a arrancar, nueva estación, y otros cuatro minutos parados, hasta que el
conductor ha avisado que por un problema de señalizaciones la circulación no se
prestaba con normalidad. He mirado al cielo, en este caso disfrazado de
fluorescente y celosía atornillada, pensando en cómo es posible que dos líneas
a la vez puedan registrar problemas diferentes, intentando calcular
probabilidades, pero desistiendo, tanto por lo complejo del problema como por
la asunción de que con tanto tiempo perdido tendría hasta margen para haber
encontrado una solución. A trancas y barrancas, pero sin los muñecos de la
tele, hemos alcanzado el segundo intercambio, la prevista solución alternativa
a mi problema inicial, a la que he llegado con más de un cuarto de hora de
retardo sobre lo que estimaba inicialmente, y me he vuelto a introducir en una
riada de personas, que iban hacia todas las partes inimaginables, atestando
pasillos, escaleras, cintas, desvíos y cualquier otro espacio disponible.
Finalmente he alcanzado el andén de la línea que conduce directamente a mi
trabajo y, al par de minutos, ha llegado un tren que en dos paradas, sin
sobresaltos, parones ni incidencia de ningún tipo, me ha depositado en mi
destino, donde he podido comprobar al salir a la calle que me he perdido un
precioso amanecer, además de una buena minutada.
Cuando uno está parado en un vagón, ahí abajo,
sin ver ni saber nada, nada puede hacer. Es una de las situaciones más
impotentes que conozco. En un atasco de tráfico se puede mirar por la ventana,
intuir en un cambio de rasante o curva si la cosa sigue más allá o no, pero en
el túnel nada sabes, nada ves. Sólo el tiempo, que pasa, y las caras de los que
te acompañan, que se van avinagrando poco a poco a medida que el transporte que
tenía que llevarles a su destino se convierte en un problema de mayor o menor
entidad. Metro de Madrid hoy no nos ha regalado nada navideño, más bien un poco
de carbón para “calentarnos” a primera hora.
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