Alguien dijo, no recuerdo quien,
que un periódico no es sino la crónica diaria de la lucha por el poder. A veces
esa lucha es soterrada, silenciosa y suave, otras descarnada. En ocasiones se
viste de celebración, como las vividas este pasado domingo por el PP en Galicia
o el PNV en el País Vasco, y también se viste de duelo, como el que viven los
derrotados en ambas comunidades, pero que nunca se exterioriza, porque asumir
la derrota es la peor de las tragedias para un político, cuya vida, sueño y
desvelo es constante y único en todo momento. Alcanzarlo y, una vez logrado,
mantenerse en el poder.
Vemos en estos días en el PSOE la
versión más cruel, salvaje y sucia de esta batalla, que es la que sucede entre
compañeros de partido, presuntos aliados y, en más de una ocasión, los peores
rivales posibles. Varias derrotas consecutivas de los socialistas frente a un
PP que no logra ganar del todo, y el aliento constante de los dictatoriales
podemitas en el cogote han convertido, finalmente, al partido de Ferraz no en
una jaula de grillos, no. Más bien es una celda llena de fieras hambrientas de
poder que ven como lo pierden a chorros sin ser capaces de frenar esa sangría.
Quizás, de tener algún resorte de poder de entidad en la mano o perspectivas de
tranquilidad en el futuro la situación sería distinta, pero el escenario es
descabellado. En apenas un mes, si no hay cambios relevantes, se convocarán
automáticamente unas terceras elecciones donde es muy probable que el PSOE siga
perdiendo votos frente a un PP que, según dicta la lógica, aunque no se fíen,
debiera seguir subiendo en escaños. Y para evitar ese escenario sólo hay dos
opciones, una abstención socialista que permita arrancar el gobierno de Rajoy o
un pacto antinatura con Podemos, su peor enemigo, y los independentistas, que
sería como desguazar el partido entre aquellos que buscan su destrucción. Y en
medio de esta pesadilla está Pedro Sánchez, un político joven, guapo, y
empecinado en seguir al frente de una organización que se le deshilacha, cabeza
visible de las derrotas, no culpable de todas ellas, líder insuficiente de una
formación en la que no ha sabido imponer rumbo ni concierto. Su investidura
fallida de febrero, en la que fue vilmente traicionado por Podemos (lección que
no parece haber aprendido) fue su punto álgido. Tras ella todo ha sido
desastroso para él y su partido, con el hito señalado de las elecciones de
junio, donde la marca mínima obtenida en diciembre volvió a ser perforada.
Desde entonces Sánchez decidió atrincherarse con su ejecutiva, con sus fieles,
en un movimiento desesperado típico de los que se saben rodeados de enemigos. Creyendo
que aquellos que mucho amagan en los medios por descabalgarle pero poco hacen
luego en los órganos del partido seguirían en su misma lógica, Sánchez ha ido
elevando el tono de reto con el que trata a los díscolos entre los suyos, que
cada vez son más, y crecido en el orgullo herido, se muestra altivo, carente de
responsabilidad respecto a lo que pueda pasar con su formación y, desde luego,
incapaz de controlarla y devolverle el sosiego necesario no ya para afrontar
unas elecciones, sino para simplemente sobrevivir como partido.
Sánchez, quiera reconocerlo o no, ha fracasado.
Su proyecto, que nunca ha estado muy definido, se ha encontrado con una
coyuntura hostil que lo ha marchitado. Tratando de sobrevivir al aliento de
Podemos no ha logrado crear una alternativa creíble a un PP que ofrece muchos
flancos por donde poder atacarlo. Ha mostrado un carácter huraño, esquivo, sin
ofrecer una imagen de gestor serio y eficiente. Ahora se enfrenta al riesgo de
perder esa posición que detenta y acabar en la irrelevancia, la nada, la
pérdida total de poder, que es la pesadilla del político. Si en algo valora el
país y su partido, con una guerra que pinta perdida, debiera renunciar para
evitar un destrozo mayor. Esa será, quizás, su última responsabilidad.
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