Tras cinco años de imparable y
salvaje guerra en Siria, cada uno de los anunciados altos el fuego que se han
sucedido ha ido seguido de un mayor escepticismo. Treguas humanitarias, para
crear corredores de abastecimiento y huida de ciudades sitiadas, que se ponían
en marcha un lunes y, para el viernes, no eran sino mero recuerdo entre el
nuevo fragor de los disparos y bombardeos. Con el paso del tiempo esa guerra se
ha ido envileciendo y complicando de una manera tal que, hoy en día, nadie es
capaz de afirmar qué es lo que la podrá parar. Hoy
comienza una nueva intentona. Ojalá me equivoque, pero es probable que
sirva para muy poco.
De hecho, la ambición del pacto
es tan escasa que sólo aspira a detener la guerra durante dos días, cuarenta y
ocho cutres horas sin combates, apenas un respiro. Menos es nada, cierto, pero
esto casi lo es. Por buscarle algo positivo al acuerdo, lo han rubricado EEUU y
Rusia, las dos grandes potencias que actúan en el tablero sirio apoyando a
algunos de los agentes en conflicto (EEUU a las milicias rebeldes no islamistas
y Rusia al gobierno de Asad) y se ha sumado a la tregua el gobierno turco, que
ha abierto estas semanas un nuevo frente en el norte al penetrar con tanques en
territorio sirio para luchar contra los kurdos. La principal fragilidad de este
acuerdo, y de todos los que se suscriban en el futuro, es que son demasiados
los agentes que se están atacando sobre el terreno y las dos grandes potencias
apoyan, pero ni mucho menos controlan, a solamente dos de ellos. Es por ello
que, pese a que desde Washington y Moscú se quieran embridar los combates,
éstos ya poseen una dinámica propia que los hace muy difícil poder parar:
Recordemos que, junto a los dos bandos clásicos mencionados (Asad versus
rebeldes) se enfrentan las milicias islamistas, tanto de la rama de Al Queda
como de DAESH, los kurdos y los turcos. Casi se puede decir que se enfrentan
todos contra todos, y poseen territorios que se cruzan y superponen en medio de
un desierto atroz. Recordemos también que el objetivo de las potencias
internacionales es doble, por un lado parar la guerra y, por otro, lograr la
derrota de los islamistas, especialmente de DAESH (de hecho este nanoacuerdo
permite seguir combatiendo a esas milicias islamistas, cesando el resto de
frentes), lo que hace que, en el fondo, se apoye a todos los grupos que luchan
contra esos desquiciados. Y esa es la gran baza que posee Asad para seguir
usurpando un poder ilegítimo que no suelta ni a tirso, muy literalmente. El
enjambre sirio ha desestabilizado la zona en su conjunto y ahora mismo no es
sino un agujero negro que, en contra de lo que sucede en la física, expele
refugiados a millares mientras devora vidas y recursos sin cesar. Quizás sea
ahora mismo la guerra más mortífera y compleja de todas las que se desarrollan
en el mundo, y nadie es capaz de determinar ni cómo ni cuándo se acabará. Lo único
seguro es que el país está destrozado, la mitad de su población ha huido, más
de cuatrocientas mil personas han muerto y nada queda de lo que una vez fue una
nación señera en lo comercial, turístico y simbólico. Siria ha muerto en el
transcurso de la guerra.
Es evidente que estas iniciativas
de treguas parciales no sirven para mucho, aunque quizás sean la única manera
de encauzar una guerra completamente descontrolada. Parece obvio que en Washington
y Moscú se ve claramente cómo seguir apoyando al socio local (esto es más
sencillo para los rusos que para los norteamericanos) pero no se tiene una
estrategia clara ni de cómo derrotar al adversario ni, al menos, llegar a una
situación de tablas que obligue a todos a parar los combates. Quizás sea el
mero agotamiento, la muerte de todos los que están sobre el terreno lo que
acabe frenando los combates. Recordemos. Cinco años de guerra, cinco años. Y el
horizonte es desolador.
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