Las
elecciones andaluzas y la patada en la mesa que han supuesto sus resultados han
enmascarado lo que creo que es la noticia del fin de semana, que no es sino la
reiteración y el agravamiento de las protestas en Francia, centradas
especialmente en París, en la movilización de los chalecos amarillos, que se ha
convertido ya en todo un alzamiento contra el gobierno de Macron, sus medidas
y, en general, la política francesa. Se repiten las escenas
de guerrilla urbana que dejan un París convertido en escenario de intifada
palestina con lujosos escaparates rotos de fondo. Son ya varias las semanas
de protesta que no tienen pinta de cesar sino, más bien, agudizarse con la suma
de nuevos colectivos. Y las pérdidas económicas van a más y más.
¿Qué
está pasando en Francia? No le tengo muy claro y, a la vez, me suena a una
versión local de las tensiones que atraviesan todas nuestras sociedades, con
las particularidades, curiosamente muy violentas, que acostumbrar a tener
cuando suceden en el país gabacho. La Luna de miel de Macron con su país se
acabó hace ya unos meses, pasado el primer año de su mandato (en mayo hará el
segundo) y su agenda reformista se topa con cada vez más problemas, y grupos de
interés que se ven afectados por ella. Huelgas clásicas como las de
ferroviarios empezaron un proceso de desgaste desde la calle a un gobierno que
posee la mayoría en la cámara legislativa y que, por definición constitucional,
ejerce un poder enorme desde el trono del Elíseo. Se asoció a Macron con un
Júpiter todopoderoso que tenía la clarividencia de saber a dónde quería llegar,
y el Olimpo ahora está en llamas. La mecha de los disturbios ha sido el alza de
los impuestos a los carburantes, con un fin ecologista de fondo y con el afán
recaudatorio del estado en su más profundo seno, y las protestas, obviamente,
empezaron en la parte del país que necesita el coche para trabajar y vivir.
Como sucede también en España, el urbanita de la gran ciudad vice una realidad
que no es la que se da en el resto del país, y puede ir a trabajar en metro,
patinete o andando, pero en muchos pueblos y ciudades sólo el coche permite
llegar a donde se debe ir, y ese impuesto penaliza a esas gentes que no tienen
alternativas. Gentes en su mayoría de clases medias, que soportan todo tipo de
impuestos, viven en un estado de angustia desde que la crisis de 2008 alteró,
quizás para siempre, las condiciones del mercado laboral, y se sienten como los
grandes paganos, o estafados, o pringados, del sistema actual. La revuelta de
esos chalecos amarillos empezó en las carreteras y autopistas de la Francia
central, y cuando llegó a París no la ha abandonado. Carece de líderes
conocidos y de organización clara, más allá de la coordinación de sus acciones
vía redes sociales, algo que hoy es omnipresente, y parece obvio que en su seno
anidan grupúsculos radicales, probablemente de tanto de extrema derecha como de
izquierda, que han visto en estas movilizaciones su oportunidad para organizar
algaradas y romper cosas, hecho que a muchos les pone. Esta violencia,
injustificable, deslegitima en parte las protestas, y logra enmascarar el
problema de fondo, volviendo a poner sobre la mesa el pernicioso efecto que las
actitudes violentas ejercen sobre todo aquello a lo que se acercan. El
gobierno, por su parte, incapaz de atender en un principio la protesta civil,
se ve ahora completamente desbordado por la actitud violenta que parece haber
cobrado vida propia. Este pasado sábado, con el asalto al Arco del Triunfo, se
produjo una escalada que para muchos como yo es peligrosa, y supongo que para
los franceses será vejatoria, por lo que representa ese monumento. Pero el
apoyo social a las reivindicaciones de fondo de la protesta permanece, y Macron
se encuentra en una situación peligrosa, con su poder asediado, y de momento
sin ofrecer respuestas que permitan, más allá de salvar su posición, volver a
una calma necesaria.
No
deja de tener su ironía que en el cincuenta aniversario del mayo del 68 se
produzca un nuevo levantamiento violento en las calles de París. Si aquel
entonces eran los estudiantes que buscaban la playa debajo de los adoquines, y como
privilegiados burgueses que eran demandaban aún más poder, ahora parecen ser
los miembros de la Francia olvidada, la rural, la desconectada, la que se vacía
y envejece, la que no es moderna, la que recurre a la pataleta no tanto para
defender los privilegios que ha tenido durante décadas como para rebelarse ante
su cada vez más agónica situación. Lo que está sucediendo en Francia es un
reflejo violento de la tensión que existe en muchas de las naciones europeas,
también la nuestra, y de cómo evolucionen los acontecimientos allí podremos
extraer lecciones para aplicarlas aquí.
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