El
caso de Huawei que comentaba ayer tiene mucha más miga de lo que parece, y no
sólo por la profunda derivada del conflicto a la que me refería, sino porque
muestra hasta qué punto el mundo que conocíamos, en el que todavía creemos que
vivimos, hace ya algunos años que dejó de existir, y no somos conscientes de
las transformaciones que ha sufrido. Por ello, no es que estemos haciendo los
cambios necesarios para sobrevivir en él, no, sino que ni siquiera detectamos
esa necesidad, y fruto de esa paradoja, de esa inadecuación, surgen protestas y
revueltas, como la de los chalecos amarillos en Francia, cuyas causas profunda
vuelven a ser más importantes e intensas de lo que parecen ser las
reivindicaciones de estos movimientos. Ni los manifestantes ni los gobernantes
parecen ser conscientes de ello.
Huawei
nación en Shenzhen, una ciudad china de la que muy probablemente muchos no
hayan oído hablar nunca. Es una ciudad que se sitúa cerca de Hong Kong, en la
zona limítrofe, en lo que en su momento era el límite del territorio chino
antes de comenzar la península que formaba parte de la concesión colonial
británica. Durante muchos años Shenzhen era poco más que un pueblo de pescadores
y arrozales, con la rica colonia al sur creciendo pausada pero sin descanso. El
contraste entre las dos ciudades era tan enorme como absurdo. En 1979, el año
que viene la cuarentena, se funda la moderna ciudad de Shenzhen y en ella se
desarrolla uno de los experimentos económicos puestos en marcha por el gobierno
chino en la búsqueda del crecimiento, y con vistas a la futura reincorporación
de la colonia británica, hecho que tuvo lugar a finales de los noventa. Hoy en
día Shenzhen es una urbe de unos doce millones de habitantes, mayor que
cualquiera de las grandes ciudades europeas (sólo Moscú y Londres se le
acercan) poblada de rascacielos y centros comerciales, y con miles de empresas
tecnológicas en desarrollo en lo que se ha llamado el Silicon Valley chino. Verlo
en GoogleEarth asusta. Junto con la cercana Hong Kong forma una conunrbación que
deja en mantillas a cualquier agrupación urbana europea, y tenemos que irnos a
grandes polos de población en EEUU para encontrar algo similar. Reitero, en
cuarenta años Shenzhen ha pasado de la nada a ser ese monstruo, y en él hay
empresas como la citada Huawei, que poseen dimensión suficiente como para
condicionar el mercado global del aquel negocio al que se dediquen. Cualquiera
de las empresas europeas operadoras de telecomunicaciones no es nada frente a
Huawei y su capacidad financiera, y la inversión que semejante emporio realiza
en I+D+i deja a los esfuerzos europeos, públicos y privados, convertidos en
poco más que una anécdota. No he estado nunca en China, pero al igual que
Shenzhen, son muchas la ciudades que en apena décadas se han convertido en
megalópolis de más de una decena de millón de habitantes, creando mercados,
empresas y ecosistemas económicos que, sinceramente, son difíciles de asimilar
vistos desde nuestra perspectiva. El que China haya crecido a tasas superiores
al 6% – 7% durante tantos años quiere decir que su potencia económica ha pasado
a ser global en todo aquello que seamos capaces de medir o pensar, y ese
crecimiento, en un mundo que globalmente ha crecido, pero menos, quiere decir
que China ha ocupado parte del papel que antes representaban otras naciones.
¿Cuáles? Sí, querido lector, principalmente las europeas, aunque no sólo. En el
reparto de la tarta global EEUU ha ido menguando su peso a medida que China
crecía, pero sobre todo hemos sido los europeos y los japoneses los que hemos
ido empequeñeciendo, de manera relativa, ante el auge chino. De la riqueza
global creada a lo largo de estas últimas décadas, la porción que ha recalado
en Europa ha ido menguando sin cesar.
Esto
quiere decir que los crecimientos de renta que hemos experimentado los europeos
durante las décadas buenas (desde luego no los años de crisis) han sido cada
vez menores, y de ahí surgen sin cesar chirridos, desacoples y desajustes en
nuestras economías y sistemas sociales. Acostumbrados a ser los dueños del
mundo, a detentar el poder económico y, por tanto, disfrutar de sus ventajas,
Europa ve poco a poco reducida su porción de la tarta global y sus finanzas
empequeñecidas. Este es el mar de fondo en el que se mece la baja productividad
de nuestras economías, la bajada relativa de ingresos de nuestros ciudadanos,
los crecientes déficits públicos nacionales y la sensación general de
insatisfacción ante una vida laboral que no es como muchos creían que iba a ser.
Quizás pensábamos que el futuro Shenzhen, o como lo llamásemos, iba a estar en
Europa. Pero no está aquí, y no nos hacemos a la idea de lo que eso significa.
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