En
lo que es la primera gran rectificación de su presidencia, Macron
ha decidido congelar, de momento, las medidas impopulares que han desatado la
revuelta de los chalecos amarillos. El descontrol que se ha apoderado de
París y de otras zonas del país, y de muchas de sus vías de comunicación, le ha
llevado a tomar esta medida, en aras de lograr desmovilizar a los manifestantes
y lograr unas jornadas de calma. ¿Servirá? Está por ver. Algunos de los
convocantes han dicho que van a cesar, pero otros muchos no, y junto a ellos
nuevos colectivos se lanzan a la protesta. Yes que este tipo de incendios, que
un día dado explotan sin que esté muy claro por qué, resultan después muy
difíciles de apagar, y cuestan mucho en todos los sentidos.
A
año y medio de su elección, la presidencia de Macron no se tambalea, pero si
muestra una grave crisis que amenaza con arruinarla. Su popularidad es muy baja
y decrece sin que sea capaz de encontrar la tecla que le permita remontar. Es
Francia un país necesitado de múltiples reformas, con una estructura productiva
anticuada y asociada a un estatismo que ocupa enormes parcelas de poder.
Mientras que la progresión económica de su vecina Alemania es imparable,
Francia se enfrenta no a un estancamiento, pero sí unas bajas tasas de
crecimiento que llevan años impidiéndole arreglar muchos de sus problemas.
Sigue siendo un país riquísimo y poderoso, pero lo es menos de lo que lo fue y,
sobre todo, mucho menos de lo que aún se cree que es. La política francesa, en
cierto modo, colapsó en las últimas presidenciales, con los partidos
tradicionales, socialista y republicano, arrasados por la crisis económica y
sus propias debilidades internas, y el duelo presidencial se dio entre un
novato con ilusión y mensaje de esperanza y la extrema derecha. La victoria de
Macron fue un alivio no solo para Europa, sino para lo que antes se llamaba el
mundo libre, expresión que encabezaba EEUU cuando desde su Casa Blanca se
emitía una señal de democracia. Macron fue un dique de contención de esa ola
populista que sigue batiendo contra nuestras costas mientras los diques no
dejan de sufrir en cada embestida. Una vez investido como presidente, Macron se
muestra como un gobernante contradictorio. Culto y leído, es altivo para
muchos, y no logra conectar más allá de sus votantes directos. El mensaje de
reforma y reconstrucción de la UE que encabeza se ha topado con las dificultades
que, como hierba tras las lluvias, no dejan de crecer en Bruselas, y su idea de
trabajar coco con codo con Merkel se ha ido diluyendo a medida que el poder de
la Canciller decrece en el ocaso de su carrera. En el plano exterior Macron está
bastante sólo, y en el interior no abundan los aliados. Ha lanzado varias
reformas para modernizar la anquilosada economía francesa, pero todas ellas
suponen alterar establecidos privilegios que llevan décadas en vigor y se han
convertido en formas de vida para muchos. La muy sindicalizada Francia, que
recuerda situaciones de principios de los años veinte del siglo pasado, poco
puede hacer contra los imperios tecnológicos de hoy en día, que arrasan aquí y
allá. Tensionada por los atentados terroristas de hace unos años, sometida a
disturbios y alzamientos periódicos en las zonas periféricas de las grandes
ciudades, especialmente en París, Lyon y Marsella, donde se encuentran barrios
en los que las condiciones de vida son deplorables, y con su imagen
internacional de “grandeur” lesionada cada dos por tres por la evidente pérdida
de poder real que sufre, el país está en crisis existencial desde hace
bastantes años, y las últimas presidencias, Sarkozy y Hollande, no han servido
para enderezar esta sensación. Más bien lo contrario, ambas han sido
frustrantes. Dos personajes de ideologías, talantes y sensaciones muy distintas
que fueron engullidos por el cargo y acabaron casi deseando dejarlo en medio
del fracaso de sus proyectos. ¿Corre Macron el riesgo de acabar igual? No lo
se, pero lo visto estos días muestra un país sumido en una gran problema, y una
dirigencia que no sabe muy bien cómo afrontarlo. Nada envidiable es su situación.
El
diseño de la V república que instauró De Gaulle tras el fin de la Segunda
Guerra Mundial otorga enormes poderes al presidente, elegido directamente por
voto popular. Es más un rey versallesco que un gestor. Encarna al estado y al
poder puro, y su responsabilidad es total en todos los asuntos de gobierno.
Busca el sistema francés un poder fuerte y seguro que sirva de faro y guía, y
por debajo una serie de estructuras administrativas que respalden la labor de
la cabeza única. Eso hace que, cuando haya graves problemas, la presidencia sea
también el objeto de críticas y demanda de responsabilidades, sin parapetos
posibles. Francia decapitó a su rey, pero se quedó con ganas de tenerlo, y cada
cinco años entroniza a uno distinto. Macron, ahora vestido con los oropeles, conoce
bien el irracional amor del gabacho por la guillotina. Si cae, la alternativa
es horrenda.
Mañana
es fiesta, pero no me cojo puente, así que podemos leernos el viernes 7
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