Lo
sucedido con la memoria de Kant en su Kaliningrado natal, entonces la Königsberg
prusiana, es un buen reflejo de lo que ha sido la actualidad internacional en
este 2018. Kant es una de las cumbres del pensamiento universal, una de sus
figuras absolutas, creador de un mundo de reglas y lógicas tan apabullante como
intrincado, que dedicó su vida al estudio y pensamiento, que a nadie hizo nunca
mal, que trabajó infatigablemente por extender la razón y dio a la ilustración
una de sus más altas cumbres. Pocos han llegado a la intensidad del pensamiento
kantiano y su obra sigue siendo una referencia y motivo de debates,
descubrimientos y pasiones, a las que su frío y metódico comportamiento le
hacía ver como ajenas. Sólo pensó.
La
infame campaña desatada por fuerzas nacionalistas rusas para que el aeropuerto
de esa ciudad, enclave eslavo desde el final de la II Guerra Mundial, no lleve
su nombre es tan cutre como zafia, pero muestra hasta un grado de
caricatura el creciente enfrentamiento que en estos tiempos se da entre la
irracionalidad y el pensamiento. Argumenta el zafio vicealmirante de la flota
báltica Igor Mujametshin que Kant fue un sujeto que traicionó a su patria a
cambio de una cátedra y que escribió unos libros incomprensibles que nadie
nunca ha leído ni leerá. De ahí a ordenar quemarlos qué poco hay. Lo que ha
dicho el tal Igor lo podrían suscribir personajes como Trump, Salvini,
Bolsonaro, Torra, Puigdemont, Putin, Orban y toda esa caterva de secuaces de
las sombras que, o se han mantenido en el poder en este año o, peor aún, han
logrado alcanzarlo. La ola populista que desde hace un tiempo ha surgido como
respuesta ante la indignación colectiva por las consecuencias sociales de la
crisis no deja de crecer, y amenaza con alcanzar cotas de poder crecientes en
cada país en el que se celebran elecciones. Esta ola de personajes e ideologías
extremistas, de las que estamos bien surtidos en España, en versiones
nacionales y nacionalistas, a los extremos de la izquierda y derecha, han
naturalizado un discurso simplón y barriobajero que, si nos paramos un momento
a pensarlo, resulta ser completamente antinatural e impropio. Hace apenas una década
cualquiera de estos personajes no es que hubiera sacado apenas unos votos, no,
sino que sus manifestaciones serían repudiadas en cualquier plaza pública por parte
de toda la sociedad. Sin embargo hoy alcanzan el poder y sus discursos dominan la
escena internacional, condicionan los debates, obligan a los partidos
tradicionales a escorarse y, en definitiva, contaminan allá donde se expresan.
En el ámbito de las relaciones internacionales este 2018 ha supuesto,
nuevamente, la consolidación de los hombres fuertes y su visión del mundo no
como un lugar cooperativo, sino una plaza en la que ejercer la fuerza y obtener
el respeto mediante la misma, en busca únicamente de los intereses propios, al
plazo más corto posible. El asesinato del periodista Kasogui en el consulado
saudí de Estambul por parte de las autoridades del reino del desierto es un
perfecto ejemplo de la consolidación de este estilo de relaciones de fuerza, de
enfrentamiento, entre poderes que no encuentran frenos en la diplomacia, las
reglas o el supuesto (siempre imperfecto) orden internacional que éstas
amparan. El comportamiento mafioso de Rusia es ya una constante en estos
tiempos, pero a ello se une la complacencia, o incluso el seguidismo, de unos
EEUU que, de garantes de cierto orden internacional han pasado, bajo el mandato
de Trump, a convertirse en la versión occidental del gamberro. En un contexto
multipolar, el papel de China no deja de crecer y a su autoritario gobierno le
da igual que no se respeten los derechos humanos en el mundo, dado que para él
no son nada ni en casa. Y así, los pequeños países, como los europeos, sin ir más
lejos, que no poseen fuerza ni capacidad de decisión ante gigantes como los
mencionados, poco pueden hacer salvo protestar, patalear y rezar para que las
luchas de intereses de los grandes y de sus auspiciados títeres no les hagan
mucho daño.
La
decadencia de Merkel es la imagen de la derrota, el balance de este año, de la
ilustración kantiana frente al oscurantismo populista. Merkel encarna bien la
figura del pensador germano. Rígida, poseedora de códigos de conducta, creyente
en el progreso y en la responsabilidad, discreta, austera, amante de la
seriedad y de no llamar la atención, este ejercicio ha contemplado cómo su
figura se apaga, pierde el poder en su partido y dejará la cancillería en
apenas un par de años, sino antes. Los bárbaros atacaron la estatua de Kant que
se erige en un parque de Kaliningrado, le arrojaron pintura, tratando con ello
de vejar la figura del pensador. En él se encuentra la esperanza de estos
tiempo, raros tiempos, en los que alguien que piensa y que no levanta una voz más
alta que otra puede ser lo más transgresor posible.
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