Con la poca gente que he hablado durante estas navidades, a distancia y con medidas de seguridad, el maldito coronavirus era el tema dominante, no podía ser de otra manera, y la sensación común era que las navidades nos iban a salir caras. La falta de coraje de los gobiernos a la hora de imponer medidas restrictivas y el incumplimiento de algunos de las que se habían decretado auguraban una cuesta de enero muy dura. Es sorprendente como, con esta idea generalizada, no se actúa a sabiendas de lo que va a pasar. Los comportamientos sociales que estamos viviendo son complejos, y paradójicos. Anticipan los errores que estamos cometiendo, pero no los evitan. Ven el muro de frente, pero siguen, seguimos, corriendo hacia él.
La actualización de datos de ayer de Sanidad, con una calidad siempre bastante mala, refleja un disparo en todas las variables que nos coloca al borde de los peores días de la segunda ola, a mediados de noviembre. Si recuerdan, desde entonces vivimos un proceso de bajada en contagios y en alivio posterior de hospitales y UCIs, lo que fue recibido por todos como una buena noticia y por casi todos como la excusa perfecta para celebrar una Navidad que, este año, debió posponerse. Algunas voces clamaban por la suspensión de las fiestas y las restricciones, sobre todo en el ámbito social, que es donde el virus corre como la pólvora, pero la mayor parte de la sociedad y de su (no) dirigencia optaron por un mensaje que mezclaba la prudencia con el deseo de celebración. ¿Empezamos a ver las consecuencias de este cóctel? Eso parece. Ayer, con más de 30.000 nuevos positivos, fue el día de mayor detección de esta pesadilla desde que tenemos registros, con unas tasas de incidencia acumulada a 14 días que vuelven a acercarse, en el conjunto de España, al nivel de los quinientos por cien mil, y con las CCAA envueltas en una carrera de restricciones que saben insuficientes ante un desmadre de contagios. En los hospitales ven cómo se acerca esta tercera ola sin que se haya acabado, ni mucho menos, el efecto de la segunda, y lo que allí se vive es una mezcla entre miedo, rabia, frustración y un agotamiento que se me hace imposible de imaginar. Sume usted a esto el efecto de los traumatismos en lugares como Madrid y otras zonas afectadas por el hielo de Filomena y verá como nuestros hospitales se han convertido en el lugar perfecto para relatar una moderna secuencia de plagas bíblicas que no dejan de abatirse sobre ellos. ¿Cómo va a evolucionar la curva de contagios? No lo se, pero tengo miedo. Las autoridades dicen que el efecto entre nosotros de la cepa británica, mucho más contagiosa, será muy pequeño, por lo que es probable que esta cepa ya esté disparando los casos y se convierta en la prevalente en pocos días. Su tasa de letalidad es muy similar a la conocida, pero claro, si hace que los contagios se multipliquen por X, el número de ingresos también lo hará y con ello el número de fallecidos. Logrará que se saturen los servicios médicos mucho antes y matará con ganas, aunque sea por el bruto método de infectar más. Si Reino Unido es el espejo en el que nos debemos mirar para saber qué es lo que nos espera, sinceramente, dan ganas de morder la manzana envenenada y echarse. Ayer ese país batió su triste record de muerte diarias con 1.500 fallcidos, una cifra salvaje, que para un país de algo más de sesenta millones de habitantes equivale a que nosotros superásemos, por poco, el millar. Esa maldita cifra de cuatro dígitos no llegamos a alcanzarla en las estadísticas oficiales en ningún día del pasado marzo abril, pero es seguro que sí se produjo en la realidad. La mera idea de que en un par de semanas nos encontremos con algo por el estilo aterra, pero debemos tener en mente esa posibilidad. Ojalá no sea así, pero es posible, y tanto las (no) autoridades como cada uno de nosotros tenemos que tener muy claro que esto se nos puede ir de las manos, si es que no se nos ha ido ya, y convertirse en una pesadilla absoluta.
¿Soluciones? Más allá de la prudencia de cada uno, hay dos, una a corto plazo y otra a medio. La del corto es el confinamiento estricto, como el decretado en las islas británicas, que puede apaciguar los contagios y frenar la curva, pero que es letal para la economía. Para una nación pobre como la nuestra, endeudada hasta las cejas tras los primeros embates, sería el desastre financiero total, y por eso el gobierno no quiere ejecutarlo. Quizás las cifras de muertos le obliguen a ello. La solución a medio es, claro, la vacunación, en la que debemos poner TODOS nuestros esfuerzos. Es probable que ella consiga que la tercera sea la última hora, pero es muy difícil que evite que sea muy cruel.
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