Creo que fue el año pasado cuando se produjo un suceso que ejemplifica lo que, si existe, es la mala suerte. Un accidente en una industria química del polo de Tarragona provocó una explosión y que una tapa metálica de grandes dimensiones saliera disparada. Tras un vuelo de cerca de tres kilómetros llegó hasta una zona de pisos y se estrelló contra la ventana del salón de uno de ellos, destruyéndolo y matando a la persona que en ese momento se encontraba ahí. Era prácticamente imposible prever la trayectoria errática de ese objeto y las posibilidades de que algo así sucediera eran, en la práctica, nulas, pero pasó, y una persona falleció en un suceso que es el colmo de la mala suerte, la definición de fatalidad.
Llevamos en Madrid una temporada en la que la fatalidad parece haberle cogido el gustillo a pasearse por las calles y plazas de la villa. Compartimos con el resto del país y del mundo la desgracia de la pandemia, insertos en una devastadora tercera ola que va a dejar nuestra paciencia tan vacía como llenas las morgues, y hace un par de fines de semana Filomena llegó para dejar sobre la ciudad la mayor nevada que se recuerda, con espesores propios de estaciones de esquí nórdicas y colapso urbano digno de una película de catástrofes. Tras la nieve ayer empezó a llegar la anunciada lluvia, que venía precedida de todo tipo de augurios negativos, pero, fina y suave, no me consta que haya causado problema alguno. Floja empezaba la tercera semana de apocalipsis del año, rezaba un tuit ingenioso el lunes, tratando de sacar una sonrisa de todo este conjunto de situaciones intensas y negativas, pero quiere la realidad que el madrileño no tenga descanso, que sus autoridades no puedan estar un día sin tener que hacer declaraciones teñidas de tensión y zozobra, y la desgracia ayer se expresó en forma de explosión de gas en un edificio propiedad de la parroquia de la Virgen de la Paloma, sito en la calle Toledo, muy cerca de la puerta del mismo nombre, en lo que se conoce como la almendra central de la ciudad, al sur de la Plaza Mayor. Pasadas las tres de la tarde los “urgentes” de medios y aplicaciones avisaban de que se había producido una explosión en esa zona y que el edificio, que echaba humo, estaba parcialmente derruido, con las paredes reventadas y con la calle regada de cascotes. Heridos tanto entre los viandantes que en ese momento se encontraban por allí como entre residentes del barrio y usuarios de las instalaciones locales, y dudas sobre un balance de fallecidos que, vistas las primeras imágenes, era difícil que fuese nulo. Otra vez la escaleta de los informativos de la tarde quedaba hecha añicos por un suceso que lo alteraba todo, y las crónicas se llenaban de testimonios de gente cercana y de profesionales de los medios que, residiendo en las proximidades, se acercaban para contar lo que pasaba. No tardó mucho el alcalde Martínez Almeida, uno de los hombres sometidos a más estrés desde que se hizo con su cargo hace año y medio, en comparecer para dar información, tranquilizar a los familiares de la residencia de ancianos y colegio cercanos, que en ningún caso se habían visto afectados, apuntar a una explosión de gas como la causa más probable de lo sucedido y dar una primera estimación de heridos y fallecidos, que luego no fue muy corregida por la realidad a medida que se iban conociendo los detalles. Finalmente, el balance es de tres muertos y unos once heridos de diversa consideración, y viendo cómo quedó el edificio y los alrededores uno se puede dar un canto en los dientes pensando en que la tragedia, significativa, pudo ser mucho peor. Entre otras cosas, gracias a la nieve, que llenaba el patio del colegio y lo hacía impracticable, ninguno de los niños y profesores que estaban en las instalaciones, tras semana y media de cierre escolar, se han visto afectados. Ahí la suerte, si eso existe, jugó a favor.
Imagino que habrá heridos que paseaban en ese momento por la calle, o iban a alguna parte, y recibieron impactos de cascotes lanzados en todas direcciones tras el reventón. Hoy muchos de ellos pueden contarlo, pero no serán capaces de explicar lo que pasó, seguramente en un instante en el que no pudieron ser conscientes de nada. Era imposible que evitasen lo que se les venía encima porque era imposible preverlo, y la fatalidad jugó en su contra en lo que, hasta un instante antes, era una transitada calle del centro antiguo de Madrid en un cubierto día de enero, todavía con manchones de la recalcitrante nieve que sigue ahí. Esa suerte, mala, que les alcanzó en forma de fragmento es inexplicable.
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