Apenas minutos. Fue llegar al control de pasaportes, una vez aterrizado el avión en el que viajaba, y la policía rusa detuvo al opositor Alexei Navalny en su regreso a Moscú. Había mucha expectación por si, finalmente, Navalny subiría al avión, como había anunciado que haría, y cuando entró en la cabina de pasajeros los decenas de periodistas que estaban en el interior le asediaron a preguntas y flashes, conscientes quizás de la arriesgada maniobra que empezaba en la pista de despegue de Berlín. El opositor citó a sus seguidores en las afueras de uno de los grandes aeropuertos rusos, pero el avión acabó aterrizando en otro. No habría masas para defenderle.
No entiendo la jugada de Navalny, se me escapa. O es un loco o un inconsciente. Han pasado cinco meses desde que un envenenamiento con Novichoc, una sustancia química de origen militar, le llevó al borde de la muerte. Atacado con ella en Siberia, tras unos días ingresado en un hospital local, fue trasladado por su familia y allegados a Berlín, donde se ha recuperado de un ataque que bien pudo costarle la vida. No es el único, pero ahora mismo quizás sea el opositor a Putin con más prestigio y relevancia internacional, y eso hace que esté siempre en la mira del dictador ruso, que bien sabemos que no se corta a la hora de eliminar a sus rivales, empezando por el uso del término “eliminar” en su significado más directo y cruel. La posición de Navalny en Berlín era segura, o todo lo que se pueda afirmar en este sentido dado el poder de las redes mafiosas de Putin en el extranjero, pero desde luego tenía un altavoz propio, gozaba de libertad de movimientos y la consciencia de que gobiernos, hasta cierto punto, y opiniones públicas, mayoritarias, le respaldaban. Tenía cobertura para, desde allí, denunciar las acciones del sátrapa ruso y de su banda de socios mafiosos. ¿Por qué ha decidido volver? Una posible respuesta, la idealista, es que cree que su campaña contra Putin debe desarrollarse en Rusia, pase lo que pase, y que no tiene sentido ejercerla como un exiliado, que eso le restaría legitimidad. Otra respuesta, algo más pragmática, se puede basar en que, tras lo sucedido, su imagen internacional ha adquirido una enorme relevancia y eso le convierte en intocable para Putin, porque volver a intentar matarle sería una afrenta global que dejaría más que retratado al régimen ruso. Todo eso es cierto, y le da una posición de fortaleza para afrontar lo que ocurra, pero también es verdad que a Putin le importa poco lo que piense el mundo de él, lo único que le importa es él y lo que él piensa de los demás. Si usáramos una película del oeste como símil, tras haber sido gravemente herido y sanado, el débil vuelve a la aldea en la que el sheriff corrupto mantiene el control de todos los negocios, y pese a todo ha decidido volver a presentarse en el “saloon” y plantarle cara al que maneja todos los hilos. Solo ante el peligro, Navalny encarna el papel de un Gary Cooper que espera que con su actitud el resto de la oposición rusa pierda el miedo atroz que generan los actos terroristas de Putin y se levante contra el régimen. Está por ver que eso suceda, y ahora mismo tengo serias dudas de que Navalny, que será sometido a un proceso judicial por presuntos casos de fraude económico, sobreviva a su nueva estancia moscovita. Quizás Putin decida no matarlo ahora, pero puede encerrarle en el sótano más oscuro de la más recóndita prisión rusa, que ya es decir, y que allí se pudra, mandando otro mensaje a los opositores, del estilo de “ya sabéis lo que pasa si lo volvéis a intentar”. En todo caso, ahora mismo hay un duelo en la calle de Moscú, virtual, pero tenso hasta el infinito, entre dos hombres que parecen estar más allá del miedo y el valor.
Contrasta la actitud de Navalny, suicida a simple vista, con la de, por ejemplo, la líder de la oposición bielorrusa, Svetlana Tijanovskaya, que huyó a Lituania cuando vio que el presidente bielorruso Lukashenko no cedería el poder a pesar de haber sido pillado cometiendo fraude electoral. Conocedora de los métodos de la seguridad bielorrusa, Tijanovskaya optó por huir y encontrar un refugio desde el que poder seguir denunciando al régimen, pero manteniendo una cierta seguridad vital. El tiempo dirá cuál de las dos tácticas es más acertada, pero si yo fuera el protagonista de esta historia, no se lo niego, la viviría en el exilio, tratando de salvar el pellejo, sin callarme, pero buscando la seguridad de la distancia respecto a la represora dictadura.
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